domingo, 28 de noviembre de 2010

El caso de la píldora roja (2ª parte).

Por si no fueran suficientes los argumentos de Brook que citábamos ayer, otro grupo lleno de pesos pesados en la materia ( Fan, Laupacis, Pronovost, Guyatt y Needham) publican esta semana,también en JAMA, una serie de recomendaciones sobre “Como usar un artículo sobre Mejora de la Calidad”, dentro de la clásica serie, siempre recomendable, de User’s Guide to the  Medical literature.
Parten del hecho de que las publicaciones en el campo de la Mejora continua de la calidad representan una literatura heterogénea, en el que son muchos más frecuentes los informes sobre experiencias locales, con un alto riesgo de sesgos, que los experimentos rigurosamente diseñados. Para los autores, la existencia de trabajos de baja calidad podría ser aceptable si no se pretendiera diseminar intervenciones locales a otros entornos distintos. Sin embargo -escriben- “cuando el aparente beneficio de una intervención está ampliamente publicitado, hallazgos espurios pueden resultar en daños, pobre uso de recursos limitados o ambos. Por consiguiente, la mayor parte de los estudios de Mejora Continua deben ser rigurosamente diseñados, conducidos y evaluados”.
Por desgracia, el proceso normal de implantación de innovaciones en esta materia dista mucho de seguir estas recomendaciones. Las organizaciones sanitaria están expuestas a "agentes infecciosos "de alto nivel de transmisibilidad ,procedentes del entorno de la calidad industrial. Intervenciones implantadas en estos entornos son aceptadas con entusiasmo en los servicios sanitarios a menudo con el único argumento de que está funcionando en tal y cual empresa (sobre lo que, sin embargo, no existen pruebas). Ya sean modelos de certificación como ISO, sistemas de gestión de la calidad tipo EFQM o sistematización de procesos de todas y cada una de las actividades realizadas en un medio sanitario ( por complejas que sean) , acaban por implantarse sin apenas valoración de la evidencia científica que la sustenta ( es decir , publicada siguiendo los requisitos que en cambio si se piden, y con razón, a la hora de introducir un nuevo fármaco en el mercado).  Por otra parte, desconocemos los costes que tienen la mayor parte de las intervenciones para la mejora de la calidad, así como del  importante volumen de  equipos  y profesionales responsables de la gestión de la calidad en las organizaciones sanitarias.
Por todo ello no estaría de más , antes de introducir cualquier “novedad” en esta materia en nuestros servicios, revisar los criterios que proponen Fan y colaboradores. Es decir:
-    ¿Son los resultados sobre la intervención válidos? ¿Fueron randomizados los pacientes? Y si no fue así , ¿emplearon los investigadores diseños alternativos que minimizan sesgos y daños?
-    ¿Cuáles fueron los resultados obtenidos? ¿De que magnitud y precisión fueron los efectos de la intervención de mejora de la calidad?
-    ¿Cómo podría aplicar los resultados?. Si el estudio se centra en un proceso de atención, ¿Cuál fue la calidad de las pruebas de que el proceso mejore realmente los resultados relevantes para el paciente?


En tiempos tan difíciles como los que por desgracia quedan por delante, se debería ser  muy riguroso con la selección de las prestaciones que ofrece el sistema, o la adecuación al conocimiento existente de las intervenciones clínicas que realizan los profesionales. Pero también con las “innovaciones organizativas” que continuamente se introducen en los servicios.
Tal vez por ello, no estaría mal emplear dos sencillas preguntas ante la noticia de  cualquier innovación que se proponga implantar:
-    ¿Existen pruebas de que la innovación funciona? ¿Son aplicables en nuestro medio?.
-    Y si no es así, ¿se va a pilotar o evaluar la experiencia de alguna forma?
Si el silencio es la respuesta, uno ya sabe a que atenerse.

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