miércoles, 31 de mayo de 2017

La predicción de Harari



Una vez reconocida la inutilidad del “residuo” humano y su carácter superfluo para el mantenimiento de la economía (a diferencia de lo ocurrido hasta ahora), la tentación de desenganchar los vagones del tren de las clases populares dejándoles varados  a su negra suerte es irresistible.
Theresa May, siguiendo la brillante estela de la única mujer que le antecedió como Primera Ministra británica, persevera en el plan de derribo del Estado de Bienestar británico: su última iniciativa ha sido romper uno de los principios fundamentales de éste, aquella que otorga el carácter de gratuita a la prestación del servicio en el momento en que ésta se realiza. Así, introduce la obligación de pagar por la asistencia sociosanitaria prestada a enfermos inmovilizados en domicilio aquejadas de diversas condiciones invalidantes, incluido el Alzheimer. Corbyn lo ha bautizado como “el impuesto a la demencia”.El objetivo para May es razonable: simplemente “corresponsabilizar” a los pacientes en el coste de la asistencia.
La secuencia lógica es impecable: la sociedad envejece-las condiciones crónicas proliferan-el coste aumenta-el sistema es insostenible- los ciudadanos deben asumir partes crecientes de la factura. El argumento perfecto para iniciar el proceso de desenganche progresivo.
Los viajeros de tercera serán lógicamente los primeros en quedar abandonados a su destino, inevitablemente oscuro: por supuesto seguirá habiendo grandes de bolsas de pobreza alrededor de las grandes ciudades, mezcla de residuos crónicos o de aluvión para los que será oportuno establecer nuevos sistemas de beneficencia elemental. Millones de humanos que seguirán teniendo que lidiar con la miseria, la guerra y la violencia.
Pero los que siguen viaje no podrán seguir eludiendo su “responsabilidad” a la hora de compartir gastos, atrapados entre un gasto público cada vez menor y una innovación tecnológica cada vez mayor. Imprescindible además para que la economía siga creciendo ( como si esto fuera garantía de prosperidad y felicidad)
Como cuenta Abel Novoa en No Gracias, la salud es el mercado perfecto porque nunca se agota. Si nos atenemos al “futuro del pasado” que dibuja el historiador israelí Yuval Noah Harari, es decir el futuro basado en las ideas y esperanzas que dominaron el mundo los últimos tres siglos, la búsqueda de la a-mortalidad ( prolongar continuamente la vida), la felicidad considerada como garantía de placer, y la “divinidad” entendida como el dominio de habilidades nunca vistas,  generará una floreciente industria de la salud, en cuyo seno convivirán desde necesidades absolutamente elementales (como la atención social y sanitaria para tener una muerte digna), como otras absolutamente delirantes ( como mantener los parámetros bioquímicos y la apariencia física de una persona de 25 años cuando se tienen 60).
La genómica y de su mano la mal llamada “medicina personalizada”, la robótica y su integración en organismos humanos, y la explotación de datos a través de la información que compartimos en internet ( lo que algunos llaman Big Data) serán los tres jinetes de este Apocalipsis que describe Harari, apocalipsis porque es evidente que prestaciones de esta complejidad y coste ( modificación y manipulación genética para ser cada vez más perfectos, sustitución de partes del cuerpos por artefactos biónicos, gestión de la propia salud a través de internet) solo estarán al alcance de los primeros vagones del tren; los que llegado un determinado momento se desengancharán del resto para viajar a la velocidad del avión, porque para esas esos viajeros de clase alta el coste de este tipo de servicios de alta gama no será ningún problema.
Si, es una novela de ciencia ficción. Pero mientras tanto Google Ventures invierte más de un tercio de su cartera de valores en nuevas empresas biotecnológicas, parte de las cuales se dedican monográficamente a la investigación sobre la prolongación de la vida. La Bill & Melissa Gates Foundation determina las prioridades en materia de salud en el mundo, no solo a través de la inversión directa (incomparablemente mayor que el presupuesto de la OMS), sino también debido al hecho de  que acaban siendo los sostenedores financieros de éstas últimas. Y aquí Amancio Ortega va dando poco a poco forma, de manera discreta y reservada, a nuestros servicios de salud a través de donaciones caritativas a las comunidades autónomas ante el entusiasmo agradecido de sus presidentes/as.
La dificultad de revertir el proceso no está en conseguir una concienciación social suficiente para reconducir la situación, aceptando diferenciar lo esencial de lo innecesario y hasta peligroso, asumiendo que la vida es limitada y que más importante que prolongarla es rellenarla de sentido y dignidad.  El mayor problema estriba en la complejidad del cambio, en que cada sector actúa de manera autónoma, sin saber cómo afectará a los demás cada uno de ellos.
La “predicción”de Harari , como el mismo indica, no es una profecía sino una forma de analizar la situación actual y nuestras posibilidades futuras. La razón de realizar predicciones es posibilitar cambios, no imponer fatalidades. Seremos nosotros los que convertiremos en real un escenario así de catastrófico. O no.

sábado, 27 de mayo de 2017

El residuo humano



“- Son dos naciones entre las cuales no hay relación ni entendimiento, que ignoran hasta tal punto las costumbres y las formas de pensar de la otra, que parece que habitaran en distintos planetas.

Los ricos y los pobres”.
Sybil o las dos naciones. Disraeli. 1845.

Como señala Bauman en su obra póstuma Retrotopía, , la historia de Europa estuvo presidida en el siglo XX por el intento de integrar estas dos naciones, la de los ricos y la de los pobres. No era un intento altruista; ya fuera mediante la creación del seguro social a final del siglo XIX en Alemania, o a través de la creación de Sistemas Nacionales de Salud como el británico en 1942, la intención era la misma: mantener una fuerza de trabajo sana y productiva, e indirectamente evitar la revolución de una de esas dos naciones si la explotación llegaba a ser intolerable. Habermas escribía en 1973, con bastante sarcasmo, que a base de subvencionar la educación, la sanidad, o  la provisión de viviendas dignas los estados compartirían una parte de los costes de reproducción necesarios para disponer de una fuerza de trabajo de con la calidad suficiente, para que los capitalistas estuvieran dispuestos a pagar su precio de mercado. Pero ya desde su inicio una idea que contribuyó a generar una de las etapas más largas de bienestar social y crecimiento económico) fue cuestionada por aquellos para los que nunca es suficiente la ganancia obtenida: Kingsley Wood, el ministro de Hacienda británico en los tiempos en que se publicó el informe de William Beveridge ya alertaba de que éste era impracticable por las terribles condiciones económicas que implicaba. Muy poco después, Friedrich Hayek advertía de que ““Debemos enfrentarnos al hecho de que la preservación de la libertad individual es incompatible con la satisfacción de los planteamientos de la  justicia redistributiva”. Y no era difícil deducir que era lo que, en su opinión, debería primar.
Sin embargo durante unas décadas más, siguió siendo poco discutible la vigencia de aquellos estados del bienestar. Desde la revolución industrial siempre existió el temor de que las máquinas sustituyeran a los humanos, pero siempre aparecían  nuevos tipos de empleo conforme otros quedaban obsoletos. Mantener a la gente sana seguía siendo rentable desde el punto de vista de la inversión.
Pero las nuevas tecnologías lo cambiaron todo. Hace poco más de diez años Manuel Castells en su Sociedad Red  diferenciaba tres categorías de trabajadores: la que llamó “Fuerza de trabajo autoprogramable “(fuente de innovación y valor), La "Fuerza de trabajo genérica" (los que se limitan a obedecer instrucciones, reemplazadas poco a poco por las máquinas o descentralizadas a lugares de producción de bajo coste) y los “estructuralmente irrelevantes” ( por su ubicación geográfica, o escasa formación). Aquella visión entre clasista y apocalíptica  se ha quedado corta. En 2013 Frey y Osborne publicaban The Future of Employment en el que estimaban que el 47% de los puestos de trabajo en Estados Unidos corren serio peligro de desaparecer, de los cuales hay determinadas profesiones que tienen los días contados (cuanto más cuanto más especializadas sean), donde el reemplazo por la máquina supone una alternativa mucho más barata y con muchas más posibilidades de explotación, sin necesidad de discutir siquiera sobre condiciones laborales, derechos sociales y demás monsergas.
La profecía que Bauman adelantó a principios del siglo XXI en Vidas desperdiciadas se ha cumplido: “La producción de residuos humanos (seres humanos residuales)  es una consecuencia inevitable de la modernización. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden y del progreso económico. La nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos”.En definitiva, gestionar residuos a la manera de Tony Soprano se antoja el verdadero desafío de nuestro siglo
En este marco la necesidad de sistemas sanitarios que garanticen la salud de la fuerza productiva se ha convertido en una figura retórica: ¿para qué, si ya no son necesarias las personas para desempeñar el trabajo y generar crecimiento económico?
Mantener políticas de solidaridad ha dejado de tener sentido: es un lujo caro como escribe Paul Verhaeghe. Sin complejos, ya lo indicaba Guido Westenwelle, el antiguo Ministro de Exteriores alemán: “El euro y Europa están amenazados, no solo por la falta de solidaridad, sino también por el exceso de solidaridad”.
Por todo ello el compromiso de reducción del gasto sanitario público al 5,5% en 2020 no es un más que la consecuencia inevitable de una política claramente definida, en la que las dos naciones de Disraeli nunca tendrán posibilidad alguna de confluir.
¿No hay futuro? No, por supuesto que habrá. Lo que no es seguro es que, a este paso, quepamos todos.

(Fotograma: Tony Soprano gestionando el residuo humano)

miércoles, 24 de mayo de 2017

El arte de no hacer nada




“Está realmente ahí, en la vida ante nosotros,cada minuto que escuchamos; un extraño elemento,no en nuestra imaginación sino ahí, hecho realidad.Es la esencia escondida en cada palabra que llega a nuestras orejas, y de las que debemos recuperar su significado oculto, de la misma forma que extraemos el metal del mineral”
Williams Carlos Williams. The practice.1984



Maxi Gutiérrez escribió en su imprescindible Medicina de familia con blog propia un día cualquiera de trabajo. Ya lo hizo en su momento Jonathon Tomlinson en su blog hablando de cuatro insignificantes problemas. O Clara Benedicto con su ristra de tweets en la que describía toda la complejidad del mundo en 140 caracteres. Estas disquisiciones tan problemáticas irritan mucho a los políticos y gestores amantes de la simplicidad y la solución rápida.
Si se lee con detenimiento lo que escribe Maxi se observa la aparente sencillez de lo que hace; es más, no sería de extrañar que algún gestor imprudente le castigara por no hacer nada: no pide muchas pruebas, no extirpa tumores imposibles, no prescribe fármacos innovadores recién llegados a las farmacias. Maxi más bien atiende, escucha mucho, piensa lo que puede y deja que el tiempo a menudo haga su trabajo. Sea el que sea.
Afortunadamente hay más Maxis de lo que creemos. Gente silenciosa y anónima, que atienden con paciencia a cuantos tengan a bien pasar por sus puertas, llevándose a menudo sus problemas a cuestas. Hasta el día siguiente.
“No hacer nada” es un arte al alcance de muy pocos elegidos. Un arte que se expresa con actitudes tan humanas (y despreciadas) como escuchar, pensar, esperar, ser testigo y evitar hacer daño. Una vez más nadie lo ha expresado mejor y de forma más hermosa que Iona Heath, en un artículo  de hace unos años para el European Journal of General Practice: “la nuestra es la era de hacer sin pensar: mantenerse continuamente activos, no pararse a pensar…porque no hay tiempo. No hay tiempo porque andamos continuamente ocupados, haciendo”.
No se puede expresar mejor el tema de nuestro tiempo.
Escuchar y prestar atención, como ella escribe, no es sencillo; por mucho que nos quieran vender las bondades de la multitarea, no hay más que ver cómo se entera de lo que estás diciendo alguien que mira a la vez su teléfono móvil; o cómo se irrita un niño cuando te pregunta algo mientras le pasas por la sartén su filete y comprueba que tu atención está centrada en algo que no es él…aunque lo que estés haciendo sea para él. Los gestores no “miden” en sus cuadros de mandos el tiempo que dedicas a escuchar y atender; sin duda les parecerá una pérdida de tiempo, que debería emplearse en hacer cosas: por ejemplo, rellenar la historia para que después pueda extraerse tu “productividad”.
Pensar es aún más exótico: si el tiempo apremia y el paciente reclama una etiqueta con la que calmar su incertidumbre, los diagnósticos saldrán como exabruptos, imprescindibles para alimentar la codificación que nos hará libres.Si, como escribía Platón,  pensar “es escuchar las respuestas que nos damos a nosotros mismos”, un gestor moderno nos dirá que de casa se viene ya pensado, y que para pensar por nosotros ya están las modernas guías, o protocolos o procesos.
Esperar es sinónimo de idiocia en el sistema sanitario moderno: mezcla de desconocimiento y de la indecisión del papanatas:artefacta cualquier registro, incomoda al revisor y desconcierta al ciudadano. Antaño fue una virtud, cuya esencia era dejar trabajar al tiempo, quien casi siempre te daba la respuesta. Respuesta de la que gente como Maxi sabe mucho, y que simplemente corrobora la virtud de no hacer nada.
Estar presente es pedir demasiado. Nos pagan por hacer no por estar ni por ser. John Berger consideraba que era el papel más valioso que podía jugar un médico general ( “ hace más que tratarles cuando están enfermos, es el testigo objetivo de sus vidas”). Pero Berger murió y sus ideas se las llevará el viento y las librerías de viejo.
Sin escuchar, atender, pensar, esperar y ser testigo no es posible rebelarse, denunciar y luchar, la última de las funciones esenciales de un buen médico general. Por eso posiblemente nadie quiere que escuchen, atiendan, piensen, esperen y den testimonio.
Lo que se espera hoy de un médico general es que rellene aplicadamente los registros para poder ubicar correctamente a Cristina, Andrea, Ahmed, Antonia o Pilar (algunos de los parroquianos de Maxi) en la pirámide que estratifica el riesgo.
Se que una vez más lo que escribo es teórico, literario y hasta barroco, pero solo les haría una pregunta: ¿Cuál de los pacientes de Maxi Gutiérrez es un paciente sencillo? ¿Cuál merece en el honor de ser colocado en la cima de la pirámide sagrada de Kaiser?

Fotografía: el holgazán Maxi no haciendo nada  ( tomada de su propio blog)