“¿Acaso te he pedido, Hacedor, que de esta acción me hicieses hombre? ¿ Fui yo quien pidió que me alzases de las sombras?
El Paraíso Perdido. John Milton. 1667.
Mary Shelley reconoció desde el principio la influencia de Homero, Shakespeare o Milton en Frankestein. Una obra maestra que comenzó como un divertimento, una forma de pasar el rato en los alrededores de Ginebra en las tardes lluviosas en torno a un fuego, en el verano de 1816, junto a su marido Percey Shelley, Lord Byron y el Dr. Polidory (médico personal de éste). De antiguas lecturas, largas conversaciones y alguna pesadilla surgió un monstruo que no tenía el más mínimo interés en ser creado, pero que una vez puesto en pie acaba rebelándose contra su creador: “Tu me creaste, pero ahora yo soy tu dueño”.
En su ensayo Humanismo en tiempos de mediciones, publicado en el BMJ, David Loxterkamp reflexiona sobre la creación de un nuevo monstruo que ha acabado ocupando buena parte de nuestras consultas y, lo que es peor, de nuestro tiempo. Como Frankestein, el nuevo monstruo (cuya cabeza es una pantalla de ordenador), necesita continua atención y alimentación, dirigiendo el flujo y propósito de los encuentros clínicos que antaño estaban centrados en las necesidades del paciente. Si en Estados Unidos las consultas de un médico de atención primaria duran unos 11 minutos de media ( aquí ya sabemos que el tiempo es sensiblemente menor) , el tiempo que transcurre desde que el paciente comienza a hablar hasta que es interrumpido es solo de 22 segundos, según publicó hace años Langewitz, también en el BMJ: solo 22 segundos para acertar a describir con precisión lo que le ocurre a uno y a menudo ni entiende. En esos 5, 7 o 10 minutos,¿ a quien atiende el médico realmente? Por desgracia cada vez menos a quien entra por la puerta. Loxterkamp describe pormenorizadamente el largo listado de peticiones que exige el monstruo: medicaciones, protocolos o procesos de intervención, últimas cifras de presión arterial, glucemia o colesterol, que centran la atención de los profesionales, porque de ello depende una parte importante de su salario. Como sostiene Loxterkamp todo ello ha moldeado inexorablemente la forma en que escuchamos y atendemos. Registrando cada vez más datos que nunca previamente habíamos atendido, pero que ahora reportan beneficios ( en dinero o reputación).
En un estudio precioso publicado en el BMC Family Practice, Chew- Graham y colaboradores describen a donde ha llevado el modelo de pago por desempeño implantado en 2004 en Reino Unido ( Quality Outcomes Framework), y que sirvió de inspiración a buena parte de nuestros sistemas de incentivos. Según ellos, los profesionales sanitarios utilizan la consulta como un medio de “vigilancia” de los pacientes. Éstos acuden pasivamente “para el escrutinio”, pero abandonan la consulta con muchas necesidades biomédicas, emocionales o de simple información sin resolver. La reciente revisión de Roland y Campbell sobre el QOF en New England (sin duda dos de los mayores expertos en el mundo en la investigación sobre los efectos de los incentivos en los sistemas sanitarios) refrenda esa idea: el pago “por hacer” modifica la conducta de los clínicos; intensifica el uso de la historia electrónica porque es el único lugar en que se certifica el trabajo, uso que adquiere un peso abusivo en el encuentro entre paciente y profesional. Las preocupaciones de aquel pasan a un segundo o tercer plano, porque al fin y al cabo no reciben compensación. Como escribe Loxterkamp, los pacientes no son solo extensas plantaciones de datos que debe cosechar el médico; no son solo "acertijos en busca de soluciones". Ellos buscan también ayuda, y a través de sus gestos, posturas y andares nos indican donde y como proceder. Eso lleva tiempo, tiempo para mirarles a la cara en lugar de a un reloj, una pantalla, un listado.
Aún puede que no sea demasiado tarde para recuperar el espacio sagrado del encuentro con los pacientes, que no ocupa evidentemente toda la agenda de un clínico, pero precisa de un respeto hoy devaluado (lo que Gervas llama “ las consultas sagradas”). Se precisa rescatar lo que hacían los viejos sanadores de pueblo, en palabras del Dr. Oz: un lugar seguro para la conversación. Conversaciones que permitan descubrir las verdaderas preocupaciones de los pacientes en lugar de seguir contando judías con nombre de parámetros clínicos. Conversaciones que puedan concluir preguntando a los pacientes si sus narraciones han sido escuchadas, sus necesidades atendidas, nuestros hallazgos suficientemente explicados.
Aún hay tiempo para recuperar el control sobre el monstruo, antes de que acabe devorando la verdadera razón de ser de una consulta.
Se alude en el post al término “vigilancia”. Ésta es, lo vemos cada día más, una sociedad de la vigilancia. Y, en la relación clínica, afecta al paciente y al médico, en ambos casos en términos de eficiencia laboral (cuesta mucho mantener a crónicos, pagar indemnizaciones de seguros por accidentes vasculares “evitables”, y también cuesta el tiempo de atención médica). Como se indica en el post, esa vigilancia es posible gracias a la obtención de datos simples, medibles, que señalen modos de vida o adherencias terapéuticas. Ante esas “plantaciones de datos” parece accesorio, en el contexto de una gestión perversa, preguntarle a un paciente cómo se encuentra o qué le preocupa. Dicho de otro modo, parece accesoria la existencia del propio médico. Acabará siéndola en caso de seguir así.
ResponderEliminarLa obsesión métrica tiene afán de completitud. Nada humano le es ajeno y el análisis factorial de lo subjetivo, ligado a los tests psicométricos, constituye un patético ejemplo de que todo debe medirse, aunque sea con escalas ordinales. ¿Para qué hablar con un deprimido si basta con una escala de Hamilton y hay antidepresivos eficacísimos de enésima generación?
En la obsesión higienista actual, en la que hay gente que llega a matarse por evitar morirse, nadie se fía ya de lo que el cuerpo diga y, por ello, dado que uno puede estar enfermísimo sin saberlo (lo dice todos los días la televisión), se busca la semiología oculta. No sólo para detectar las llamadas enfermedades silenciosas “controlables” sino para "coger a tiempo" un cáncer oculto y así alargar un supuesto tiempo de supervivencia, que no suele ser tal, sino que pasa a abarcar ahora como adicional el tiempo de desarrollo del cáncer hasta que se expresara clínicamente (lo cual sólo añade un sufrimiento inútilI) o, lo que es más grave, de un cáncer que no se expresaría nunca y que será tratado como si lo hiciese.
Agradezco a Sergio que haya recogido el trabajo de Loxterkamp. En él se indica que el placebo proporciona resultados buenos o excelentes entre un 64 y un 75% de personas, especialmente cuando está implicada la subjetividad. No es extraño, con ese dato, que en plena era científica, de genomas, proteomas y meta-análisis, haya gente que acuda a homeópatas. La homeopatía carece de base científica alguna, pero un médico homeópata puede curar a veces, no por una supuesta agua memoriosa, pero sí simplemente escuchando lo que un enfermo pretende decir y que la medicina moderna evita tantas veces: esa anamnesis no cuantificable. Y es que, cuando la ciencia no se usa bien, al servicio del sujeto, de la relación clínica en este caso, cuando se la idolatra tratando de medir hasta lo subjetivo, el cientificismo resultante es una exageración que acaba fortaleciendo lo que parece perseguir: las pseudociencias y la magia.
La métrica que todo lo impregna como comentas está convirtiendo en inexistente todo aquello que no es cuantificable. Algo tan importante como etiquetar a alguien de depresión se confia la realiación de dterminados cuestionarios, como si eso fuera suficiente: " mire señora, lo dice el cuestionario, aunque no lo acepte es usted una depresiva de atar".
ResponderEliminarMagnifica la diferenciación entre la ausencia de base cientifica de la homeopatia compatible con la pacaidad de curar de un médico homeópata.
Y magistral la sentencia de que "hay gente que llega a matarse por evitar morirse" . para poner en la puerta de todas las consultas.
Un lujo