“Cuando un síntoma
genera temor, incertidumbre, discapacidad o simplemente impaciencia (que no
puede ser contenida de otra forma), el paciente suele recurrir al médico,
generalmente en Europa al médico general”, escribe Malterud. Todas estas
circunstancias determinan al paciente, que hasta entonces ha mantenido su
síntoma en la más estricta intimidad, a dar el salto y compartirlo.
En ese momento, “la
interacción entre el paciente y sus síntomas por un lado, y el médico
reinterpretándolo en el marco del conocimiento, se convierte en una cuestión de
negociación”. Ese síntoma se convierte en la punta del hilo para que el
médico inicie su procedimiento diagnóstico. Si la cosa está clara ( aunque sea
mala) se reduce sensiblemente el nivel de incertidumbre: para el paciente
quedará la gestión de la noticia; para el médico el alivio de saber qué padece
el paciente, sin ignorar la necesidad de gestionar la comunicación de su
hallazgo. Sin embargo no siempre es posible encontrar una clara explicación
diagnóstica. En ese caso el clínico a menudo se resigna a descartar
determinadas enfermedades con un razonable grado de probabilidad, a menudo con
el clásico “esperar y ver”, limitándose a tratar los síntomas a la espera de
nuevas noticias. Queda una tercera alternativa, la peor para el médico
consultado: los síntomas no tienen explicación médica, dudando entre apostar
por la impostura del paciente , su molesta hipocondría, o la vaga sospecha de la
propia ignorancia. Como puede observarse de todo el proceso “el médico no es nunca un observador
objetivo e imparcial, sino más bien un subjetivo, aunque muy cualificado,
intérprete”.
La presentación del síntoma sufre en ese momento un proceso
de negociación y validación contra el hallazgo supuestamente “objetivo”: el
signo observado por el médico ( la hepatomegalia, el crepitante, el aumento de
la presión venosa yugular) , evaluando su relación con potenciales indicadores
de patologías concretas. Esa validación automáticamente genera un diálogo (
unipersonal o bipersonal según se comparta con el paciente) para intentar precisar
y aclarar aún más la naturaleza del problema, en el marco de las expectativas y necesidades del
paciente en el caso de que el médico haga bien su trabajo. “El médico entonces se convierte en un editor
de un texto narrativo, que servirá de punto de partida para posteriores
investigaciones”.
En mi caso, como soy médico, no tengo certeza de la gravedad
de mi síntoma y estoy demasiado ocupado con otras cosas supuestamente más
importantes, recurro a la peor forma de hacer las cosas: consultar
informalmente a algún amigo médico que responde de una manera similarmente
chapucera: minusvalorando la queja y respondiendo con heurísticos de rápida
respuesta para evitar analizar el
caso en profundidad. Y como escribe Malterud, noto su inquietud al comprobar
que mi dolor no se ajusta a ningún patrón prevalente establecido: no es
mecánico, ni metamérico, ni opresivo, claves que podrían orientarle en la
pesquisa.
La diferente interpretación del síntoma entre el experto
médico y el profano paciente pueden hacerse notorias. Y no tanto por mal
interpretación de lo referido, sino más bien por sutiles discrepancias respecto
al mismo: el médico puede encontrar el síntoma mucho menos relevante que el
paciente ( como es el caso que nos ocupa) , o bien las palabras del profano
pueden no describir con precisión suficiente lo que sucede.
En un entorno biomédico clásico, el síntoma es una sensación subjetiva que el paciente
describe, mientras los signos son evidencias
objetivas de una enfermedad. Sin embargo Lester King considera a este
enfoque completamente engañoso, a pesar de lo cual es aceptado sin discusión
alguna por la cultura médica. “ La
creencia de que un síntoma es un reporte subjetivo del paciente mientras que un
signo es algo objetivo que el médico sonsaca, es un producto del siglo XX que
contraviene los usos de más de 2000 años de medicina. La medicina parece haber
olvidado que cualquier mirada, incluida la mirada médica científicamente
entrenada con sus extensiones técnicas incluidas, es refractada a través de las
lentes de la cultura, el poder y la historia”. En palabras de kathryn
Montgomery una visión viejuna y simplificada de la ciencia.
La ausencia de patrón claro de mi humilde síntoma unido a la
ausencia de hallazgos exploratorios conduce a ignorarlo como relevante, dejando
para otro día ( en caso de que persista ) su estudio.
Leder lamentaba los intentos de la medicina de escapar a
cualquier tipo de interpretación de la subjetividad. Señalaba la diversidad de
formas textuales en la medicina clínica, que no solo incluye el “texto físico”
del cuerpo del paciente objetivamente analizado, o el “texto instrumental”
procedente de los hallazgos tecnológicos, sino también el “texto experiencial”
de la dolencia vivida por el paciente o el “texto narrativo” recolectado durante la elaboración de
la historia. Todos estos textos son susceptibles de interpretación, debiendo actuar
el médico como su intérprete, pero no solo de los de un tipo.
Malterud concluye que una visión semiótica permite realizar
varias lecturas de un mismo signo, aunque no todas ellas igualmente relevantes.
“ Lo que a menudo se llama objetividad es
más bien la generalización de la subjetividad de un determinado grupo social.
Por ello la objetividad requiere que la subjetividad sea tomaad en serio, con
reconocimiento y transparencia del posicionamiento del conocedor”.
Que alguien me explique como toda esta complejidad puede
convertirse en algoritmo.
EL SÍNTOMA DEL MIEDO.
ResponderEliminarEs muy interesante la diferencia que estableces entre la percepción de un síntoma por un paciente profano y un paciente que sea, a la vez, médico.
El signo es reconocible, innegable: está ahí y es obvio, como sangrado, como lunar extraño, como adenopatía… El síntoma también, por molesto, incordiante, pero es otra cosa. Puede ser funcional. Efectivamente, muchas veces se “resuelve” con una consulta informal.
Pero hay un síntoma que creo bastante generalizado entre médicos y es la hipocondrización, mostrada en dos formas aparentemente opuestas: como vigilancia obsesiva y facilitada, haciéndose análisis, radiografías, electros y lo que sea para asegurarse de que el cuerpo está bien o, por el contrario, rehusando ser visto por otros compañeros (o por uno mismo), por temor a la semiología oculta.
¿Hasta qué punto estamos libres del miedo?
No es necesario ser médico para que le contagie a uno la obsesión higienista. Cada día del calendario es dedicado ya a una o más enfermedades, como un nuevo santoral que, en vez de referirnos a la vida eterna, quiere eternizar la que tenemos ahora.
Pero si uno es médico, ese contexto le toca más, por el mero hecho de vivir en contacto con la enfermedad misma y, lo que es peor, con compañeros higienistas que tanto recomiendan mirarse anualmente la próstata como hacerse un electro aunque uno se encuentre bien.
Creo que sería muy oportuno estudiar más de lo que se hace la situación del médico enfermo (real, potencial o imaginario) y sobre la relación del médico con sus miedos, no sólo por la importancia del miedo en la vida del médico como persona que es, sino también por sus efectos sobre los pacientes que trata y los sesgos que condiciona.
El miedo sostiene la magia, pero también la “Evidence Based Medicine” y, por muy científica que se pretenda, nuestra medicina sigue estando fuertemente influenciada por lo mágico.
Magnífico el enfoque que aportas Javier , y que yo no había contemplado. El miedo puede ser más o menos consciente pero existe. A veces es solo el miedo a que ocurra algo en el momento inoportuno
ResponderEliminarOtras veces es el miedo a no comportarse de la forma adecuada: ¿Cuando ignorar la molestia? ¿Cuando consultarla? Sin saber si es peor pasarse o quedarse corto
El conocimiento sobrevenido como médico hace más compleja la valoración siempre individual de algo que molesta
Pero en cualquier caso, seguimos sin dar al síntoma, por muy subjetivo e hipocondriaco que sea la importancia que merece