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miércoles, 11 de enero de 2017

El rostro de un sueño



“La muerte (o su alusión) hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por desdibujarse, como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales tiene el valor de lo irrecuperable y lo azaroso. Entre los Inmortales en cambio, cada acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado le antecedieron…nada puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”.
El Inmortal ( El Aleph). Jorge Luis Borges.

Escribía Schopenhauer que por encima de los 90 años se acaba la vida por eutanasia, “mueren sin enfermedad, sin apoplejía, convulsión o estertor, hasta sin palidecer, las más de las veces sentados, generalmente después de la comida. Sería más exacto decir que no mueren, sino que dejan de vivir.”
Lo citaba Bauman en uno de los mejores libros escritos sobre la Muerte titulado Mortalidad, inmortalidad y otras estrategias de vida, que había publicado en 1992, cuando aún no había cumplido los 70. Anteayer el escritor polaco no murió sino que más bien dejó de vivir, dejándonos en cierta forma huérfanos, como nos había dejado Berger solo una semana antes. Mal pronóstico para un año que tan mal empieza.
En aquel libro, esencial para entender cómo ha cambiado socialmente la idea de la muerte y su significado, llegaba a escribir que la práctica médica había declarado ilegal la “muerte natural”: “la muerte sin causa aparente trastoca una visión del mundo que divide la mortalidad en una multitud de hechos puntuales, cada uno con su causa, con una causa que puede prevenirse”.
Como escribía Ruth Menahem “la muerte se percibe como algo que viene de fuera; uno no muere, sino que algo lo mata”. La muerte pasa a ser por tanto responsabilidad del muerto (culpable en cierta forma, por no cuidarse y examinarse adecuadamente) y también del médico (incapaz de utilizar las herramientas y destrezas necesarias para evitar todas y cada una de esas pequeñas parcelas en las que la muerte se ha deconstruido). Ésta dejó de ser ineludible para convertirse en una señal de inculpación: “no es una fenómeno natural y necesario, es una derrota, una empresa perdida”.
Y así, la vida se ha acabado convirtiendo, para  Bauman, en una guerra, una permanente batalla contra las causas de la muerte;una batalla continua, pero que con tiempo y dinero suficiente podremos ganar: ministros y consejeros, brillantes cirujanos y expertos de universidades de élite prometen nuevas técnicas, procedimientos y fármacos en la frontera de la imaginación (hoy sin ir más lejos el Director de la Organización Nacional de Trasplantes informaba de que España había batido dos nuevos records mundiales en la materia, como si ésta fuera una disciplina olímpica).
Escuchar el embeleso con el que los, en otros casos, inquisitivos periodistasradiofónicos, escuchan embobados cómo rutilantes “científicos” despliegan su variado catálogo de baratijas y cuentas de colores (de la criogenización a la genómica pasando por el big data) ante los nativos ( eso sí, digitales), es una buena muestra de hasta qué extremo ha llegado este proceso de deconstrucción de la muerte, de extrañamiento de un proceso que hasta hace relativamente poco formaba parte consustancial y normal de la vida.
Escribía Bauman: “ En un mundo que sopesa la valía del ser humano por su saber hacer, por la eficiencia y la eficacia de la acción, el no poder hacer nada nos produce vergüenza”. Así , lel moribundo ha ido desvaneciéndose, puesto que no requiere “ninguna acción que se ajuste a una tarea”. En su lugar emerge el terminal, un sujeto sobre el que sí es posible intervenir farmacológica y técnicamente, a través de lo que él llamaba “especialistas armados de credenciales científicas”
Las viejas costumbres de escuchar el relato final, de tocar y acariciar, sobre todo de mirar son consideradas muestras de ese “no hacer nada”. A este respecto Iona Heath comentaba en su Matters of life and death la preocupación de un amigo con la atención por parte del médico que le atendía a un familiar moribundo: no por lo que hacía o dejaba de hacer, sino por el simple hecho de que no le miraba.
Para Bauman la percpeción de la muerte hace que la vida tenga sentido; muestra la vacuidad de ésta obligando a llenar ese vacío. Ël lo llenó sobradamente antes de “dejar de vivir”.
Dejándonos a su vez un inmenso vacío.

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