Se sabe
desde hace tiempo el efecto de la desigualdad y de la ausencia de mecanismos
compensatorios de protección social en la salud de las poblaciones. Como bien
resume Javier Padilla siguiendo a Benzeval en su magnífico “¿A quien vamos adejar morir?,”la desigualdad es una causa directa de muerte”. Precisamente en
este libro se puede encontrar una síntesis excelente de por qué el estado de
salud de la población es peor en los países menos cohesionados.
De los
países americanos que iniciaron reformas neoliberales en las cuatro últimas
décadas (ya sea de forma voluntaria o con la presión de los tanques detrás),
Brasil es el mejor ejemplo de lo que se consigue estableciendo estrategias ambiciosas
de cohesión social en uno de los países con mayor grado de inequidad ( como
señalaba Marmot en 2016), y que en su caso permitió la creación de un sistema
integral de salud ( Sistema Unico de Saude o SUS ) en 1990 tras el
reconocimiento constitucional de la salud como derecho en 1988, tras el fin de
la dictadura.
Una de
las formas más importantes para luchar frente a las inequidades es mejorar el
acceso a todas las personas a los servicios de salud: en 2015 Macinko y Harris
ya publicaron en New England los avances hacia la cobertura universal que había
experimentado el país en buena medida por la estrategia de Salud en la Familia.
Este año Lancet publicó una revisión de los primeros 30 años del SUS, donde se
muestra la mejora sustancial en muy poco tiempo de sus indicadores de salud (en
especial esperanza de vida, mortalidad maternoinfantil), el coeficiente Gini, la
reducción de la pobreza o la disminución del gasto de bolsillo ( que sin
embargo sigue estando en el 47,2%) a la vez que iba aumentando el gasto
sanitario.
Sin
embargo el trabajo también advertía de los riesgos de las políticas fiscales
implantadas por el gobierno en el marco de las medidas de austeridad a
consecuencia de la recesión económica implantadas desde 2016. Esos riesgos se
han visto sobradamente confirmados como demuestra el trabajo de Thomas Hone y
colaboradores que se publica con fecha 7 de noviembre en Lancet sobre el efecto
de la recesión económica y el impacto de la reducción de gastos en salud y protección
social en la mortalidad de los adultos. Ésta aumentó en el periodo comprendido
entre 2012 y 2017 en un 8% ( de 143,1 a 154,5 por 100.000), observándose que
por cada incremento de la tasa de desempleo de 1% se incrementaba la mortalidad
poblacional en un 0,5 por 100.000. El aumento del desempleo justificaba 31.415
muertes más, siendo el aumento de la mortalidad mayor en negros o “pardos” (
mestizos), hombres entre 30 y 59 años, es decir hombres en edad laboral. Sin
embargo no se encontró asociación entre desempleo y mortalidad por todas las
causas en blancos, mujeres o adolescentes o ancianos.Pero además, el trabajo demuestra
que aquellos municipios con un mayor gasto en salud y protección social no se
observaba el efecto del desempleo sobre la mortalidad. Ess decir , proteger a
las personas de las contingencias derivadas de los vaivenes económicos, del efecto
que sobre ellas produce dejar de trabajar, evita los efectos que esto tiene
sobre su salud, en definitiva sobre sus opciones de poder seguir estando vivo.
Los avances en la lucha contra la inequidad que había experimentado Brasil
comenzaron a revertir en 2016. Como señala Macinko en su comentario al trabajo
de Hone, la resolución aprobada por el parlamento brasileño de congelar el crecimiento
de gastos en salud y educación por un periodo de 20 años, no solo establece el
peor escenario posible sino que hace casi imposible la aplicación de medidas de
protección social que, como demuestra Hone y ya había publicado Stuckler y Basu
suponen la mejor forma de aminorar las consecuencias del desempleo y la
privación.
Tomar decisiones de reducción de la protección social de un estado inevitablemente supone exponer a la población a más muerte. En mi modetsa opinión eso también es una forma de guerra.