“Cada muerte de aquellos a los que amas es la muerte también de tantos recuerdos compartidos y conocimiento de una ahora irrecuperable parte de tu propia vida; que cada muerte es otro paso irrevocable hacia tu propia muerte”.
Wanting. Richard Flanagan. 2008
Vivía en una residencia, de las mejores de la ciudad desde hacía varios meses ante la imposibilidad de su marido de poder seguir cuidándola. Aunque tenía un estado de salud excelente (no tomaba ningún fármaco a sus 80 años), su demencia había ido progresando hasta hacer imposible darle el cuidado que merecía. Cada día pasaba buena parte de las horas con ella, a veces le reconocía, a veces no, pero en cualquier caso estaban juntos. Cuatro días después de la declaración del estado de alarma le prohibieron acceder a la residencia. Intentó argumentar de todas las formas posibles que quería verla, que necesitaba hacerlo, que además era sanitario y se comprometía a confinarse con ella, a atender no sólo a su pareja sino a cuantas personas pudiera ser de utilidad. El protocolo lo prohibía, le dijeron. No pudo volver a verla. Ella murió veinte días después, veinte días de persecución de la supervisora de turno para que le dijera algo, sentado en la butaca esperando alguna novedad. La novedad vino en forma de notificación de que se iba a proceder a su sedación. Según la escueta información que iban suministrándole se había ido poniendo peor hasta no encontrar otra solución que acabar definitivamente: nunca le hicieron PCR, no le hicieron nunca una radiografía de tórax, primero porque era muy evidente desde la puerta de la habitación que tenía una neumonía bilateral, y además porque el protocolo no permitía la derivación al hospital de este tipo de pacientes. Tardó cinco días en morir. Murió sola. Y él esperó su muerte solo. Dos días después le permitieron contemplar el féretro, cerrado, un féretro como otros tantos: “¿Y como se que es ella?”-preguntó. “Hombre Mauricio, cómo no te vas a fiar de nosotros”. Tres días más tarde le entregaron los restos de la cremación en una caja.
A los presidentes de comunidad autónoma, consejeros y consejeras de salud y asuntos sociales y responsables de residencias no les va a temblar la mano. No están dispuestos a volver a sufrir la vergüenza de las cifras escalofriantes de los meses de marzo y abril donde probablemente más de 30.000 personas murieron en residencias en condiciones inhumanas, como se desprende del informe de Médicos Sin Fronteras sobre la atención en este tipo de establecimientos. Para evitar volver a una situación semejante recurren a la estrategia más fácil, sencilla y rastrera: culpa y penalizar a la víctima.
De esta forma todas y cada una de las comunidades autónomas han ido restringiendo derechos fundamentales a estas personas sin que apenas nadie ponga reparos: prohibición o en el mejor de los casos limitación del número de visitas, siempre con tiempo limitado, siempre por parte de la misma persona. Como si el cariño, la palabra o la broma de un hijo, una nieta, un amigo pudiera delegarse en un portavoz. Restricciones de visitas para “proteger” a los ancianos: ¿a a ellos o al responsable político de turno?
Hasta la fecha ninguna de las personas que residen en estos lugares ha sido condenada en firme por ningún tribunal de justicia; se desconoce el presunto delito que cometieron, el contenido de las sentencias, los factores agravantes de la conducta que les impiden acogerse a los mínimos beneficios penitenciarios. No vis a vis. No tercer grado.Basta que un presidente, consejero, epidemiólogo se sienta incómodo con las cifras existentes para que se cierre a piedra y lodo. Condenas sin juicio que la sociedad acepta impasible, cómplice de una forma indigna de acompañar a sus conciudadanos en sus últimos momentos.
Sólo hay un criterio a en el cuadro de mandos de la gestión de la pandemia: número de casos, de PCRs, de ingresados, de muertos. No se contempla ningún otro elemento para tomar decisiones. En previsión del incremento de los casos se suspenden consultas y cirugías electivas en los hospitales: sólo importan las muertes por COVID-19, las otras pasan desapercibidas, no son materia de interés para la prensa, la oposición o los expertos de turno. Si hay un caso positivo en una colonia de verano, un colegio, una residencia se cierra y asunto arreglado. Sin tener en cuenta el efecto en el desarrollo global de las personas, en sus expectativas vitales, en sus relaciones, en su felicidad en suma. Todo ello ha quedado relegado al año 2022 en que (según Bill Gates) habrá pasado la pandemia. Hasta entonces quedan suspendidas las conversaciones cara a cara, las caricias, los abrazos, los aniversarios o las despedidas.
Probablemente la experiencia vital más impactante de mi vida fue la muerte de mi padre a los 94 años. No era un mueble, un bulto, una rémora; por el contrario, nada menos que una persona que poco a poco se apaga. Poder acompañarle a él y a mi madre en sus últimos días dio sentido a buena parte de lo que soy, y dejó para siempre la vivencia en todos nosotros de que habíamos hecho lo que había que hacer en ese momento, dándole la importancia que merece el final de una vida. No quiero imaginar lo que hubiera significado no poder hacerlo, lo que ha podido significar para muchas ( no todas) de las 30.000 familias el no poder hacerlo. En todos los pueblos originarios, la muerte es uno de los momentos claves del ciclo vital. Su descuido o deterioro no afecta sólo a la persona que muere sino al grupo entero. Una sociedad que no permite realizar el proceso de acompañamiento en la agonía y la muerte deja de ser humana. Si no lo revertimos, el grado de embrutecimiento al que nos está llevando la gestión de la pandemia pondrá en cuestión buena parte de nuestro supuestos avances como especie, cada vez más en tela de juicio.
Ojala y nunca volvamos a la obsoleta normalidad, es cruel. ya es tiempo de evolucionar como especie... no podemos seguir con estos paradigmas.
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