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sábado, 27 de mayo de 2017

El residuo humano



“- Son dos naciones entre las cuales no hay relación ni entendimiento, que ignoran hasta tal punto las costumbres y las formas de pensar de la otra, que parece que habitaran en distintos planetas.

Los ricos y los pobres”.
Sybil o las dos naciones. Disraeli. 1845.

Como señala Bauman en su obra póstuma Retrotopía, , la historia de Europa estuvo presidida en el siglo XX por el intento de integrar estas dos naciones, la de los ricos y la de los pobres. No era un intento altruista; ya fuera mediante la creación del seguro social a final del siglo XIX en Alemania, o a través de la creación de Sistemas Nacionales de Salud como el británico en 1942, la intención era la misma: mantener una fuerza de trabajo sana y productiva, e indirectamente evitar la revolución de una de esas dos naciones si la explotación llegaba a ser intolerable. Habermas escribía en 1973, con bastante sarcasmo, que a base de subvencionar la educación, la sanidad, o  la provisión de viviendas dignas los estados compartirían una parte de los costes de reproducción necesarios para disponer de una fuerza de trabajo de con la calidad suficiente, para que los capitalistas estuvieran dispuestos a pagar su precio de mercado. Pero ya desde su inicio una idea que contribuyó a generar una de las etapas más largas de bienestar social y crecimiento económico) fue cuestionada por aquellos para los que nunca es suficiente la ganancia obtenida: Kingsley Wood, el ministro de Hacienda británico en los tiempos en que se publicó el informe de William Beveridge ya alertaba de que éste era impracticable por las terribles condiciones económicas que implicaba. Muy poco después, Friedrich Hayek advertía de que ““Debemos enfrentarnos al hecho de que la preservación de la libertad individual es incompatible con la satisfacción de los planteamientos de la  justicia redistributiva”. Y no era difícil deducir que era lo que, en su opinión, debería primar.
Sin embargo durante unas décadas más, siguió siendo poco discutible la vigencia de aquellos estados del bienestar. Desde la revolución industrial siempre existió el temor de que las máquinas sustituyeran a los humanos, pero siempre aparecían  nuevos tipos de empleo conforme otros quedaban obsoletos. Mantener a la gente sana seguía siendo rentable desde el punto de vista de la inversión.
Pero las nuevas tecnologías lo cambiaron todo. Hace poco más de diez años Manuel Castells en su Sociedad Red  diferenciaba tres categorías de trabajadores: la que llamó “Fuerza de trabajo autoprogramable “(fuente de innovación y valor), La "Fuerza de trabajo genérica" (los que se limitan a obedecer instrucciones, reemplazadas poco a poco por las máquinas o descentralizadas a lugares de producción de bajo coste) y los “estructuralmente irrelevantes” ( por su ubicación geográfica, o escasa formación). Aquella visión entre clasista y apocalíptica  se ha quedado corta. En 2013 Frey y Osborne publicaban The Future of Employment en el que estimaban que el 47% de los puestos de trabajo en Estados Unidos corren serio peligro de desaparecer, de los cuales hay determinadas profesiones que tienen los días contados (cuanto más cuanto más especializadas sean), donde el reemplazo por la máquina supone una alternativa mucho más barata y con muchas más posibilidades de explotación, sin necesidad de discutir siquiera sobre condiciones laborales, derechos sociales y demás monsergas.
La profecía que Bauman adelantó a principios del siglo XXI en Vidas desperdiciadas se ha cumplido: “La producción de residuos humanos (seres humanos residuales)  es una consecuencia inevitable de la modernización. Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden y del progreso económico. La nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos”.En definitiva, gestionar residuos a la manera de Tony Soprano se antoja el verdadero desafío de nuestro siglo
En este marco la necesidad de sistemas sanitarios que garanticen la salud de la fuerza productiva se ha convertido en una figura retórica: ¿para qué, si ya no son necesarias las personas para desempeñar el trabajo y generar crecimiento económico?
Mantener políticas de solidaridad ha dejado de tener sentido: es un lujo caro como escribe Paul Verhaeghe. Sin complejos, ya lo indicaba Guido Westenwelle, el antiguo Ministro de Exteriores alemán: “El euro y Europa están amenazados, no solo por la falta de solidaridad, sino también por el exceso de solidaridad”.
Por todo ello el compromiso de reducción del gasto sanitario público al 5,5% en 2020 no es un más que la consecuencia inevitable de una política claramente definida, en la que las dos naciones de Disraeli nunca tendrán posibilidad alguna de confluir.
¿No hay futuro? No, por supuesto que habrá. Lo que no es seguro es que, a este paso, quepamos todos.

(Fotograma: Tony Soprano gestionando el residuo humano)

1 comentario:

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    Excelente entrada.
    Me encantó oírtela en el #congresoactivosgrx
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    Me llevó el pensamiento al Congreso de Bioética en la ULL de marzo. Florencia Luna habló de colectivos o poblaciones vulnerables como conceptos extensibles a todos los seres vivos respectos a otros y de características profunda, variables y severa y que mejor sería hablar de capas múltiples y diferentes de vulnerabilidad sobre las que sí se puede actuar. Ángel Puyol habló de la solidaridad desde perspectivas de sentimiento de grupo, de una virtud moral y de un deber de justicia; fue potente su expresión de que la solidaridad no sería necesaria en una sociedad más justa. José Antonio Seoane que generalmente sólo es justo en salud aquello que se quiere proteger y eso depende de lo que es importante en cada sociedad. Sara Darias sobre el sentido de tratar enfermedades para después devolverlo a las condiciones de vida que lo hicieron enfermar. Denise Gastaldo sobre que la salud no es un derecho humano, sino tan solo un derecho ciudadano adaptado a los miembros de cada sociedad. Cristina Moreno que las nuevas competencias de los profesionales para luchar contra la desigualdad y que emanan de la indignación son: coraje moral y resistencia.
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    Y dice Juan Irigoyen sobre los ganadores (resistentes y rebeldes al cambio) y los perdedores (ignorados y que no tienen voz) que nos propone las microdesobedencias en nuestros entornos, la presencia en las redes sociales, el relacionarnos con participantes desestatalizados o mantener y hacer progresar cualquier participación o intervención comunitaria.
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    Pues eso.
    Que hay muchas cosa que hacer y que no estamos solos.
    Hay muchas voluntades y células grises con empatía, sensibilidad y compromiso.
    Por cierto, que me encanta esta nación formada por nosotros.
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