“Aunque el principio de es mejor prevenir que curar es intuitivamente
atractivo, también es empíricamente limitado y distorsiona las relaciones
clínicas: la expansión y el enfoque en intervenciones de prevención primaria
para pacientes de bajo riesgo es incongruente para una profesión dedicada al
alivio del sufrimiento”.
Stephen Martin, Minna
Johansson, Iona Heath, Richard Lehman, Christina Korownyk. BMJ 2025;388: e080811.
No es exclusivo de España el
problema de la sobrecarga asistencial en Atención Primaria (AP). Sobrecarga que
conduce a la insatisfacción de profesionales y pacientes, que conduce al
"burnout", que conduce a abandonar un país o una profesión: es un fenómeno global
que afecta a buena parte de los países del mundo, al menos en el entorno OCDE. Las respuestas al mismo casi siempre se
plantean desde el lado de la oferta: más cupos diarios y menos tiempo por
persona, más oferta de cupos aunque no sea del mismo médico, más perfiles
profesionales para “satisfacer las necesidades de la población”… Pero nadie le
pone el cascabel al lado de la demanda. Es sobradamente conocido que el
principal determinante del crecimiento de la demanda es producido por la
innovación tecnológica: la industria de la salud con sus múltiples tentáculos
es muy exitosa en generar demanda, muy a menudo absolutamente innecesaria.
Fenómeno lógico, puesto que no deja de ser una industria que, a pesar de su
supuesta finalidad filantrópica, tiene su razón de ser en vender cuantos más
productos mejor. Pero su trabajo de propaganda sería mucho más difícil si no
tuviera cómplices necesarios que, paradójicamente, critican a la vez el
objetivo espurio de dicha industria. Y dentro de esos cómplices necesarios
políticos, profesionales y sus sociedades y organismos internacionales juegan
un destacado papel por razones diferentes: los políticos porque vender “salud”
es una importante baza electoral, los profesionales porque así obtienen
rendimientos paralelos (congresos, ayudas, dinero) y los organismos
internacionales porque no van a morder la mano que necesitan para seguir
existiendo.
Los planteamientos establecidos
por la OMS en Alma Ata en 1978, reiteradamente repetida como mantra por todos
los que defendemos la AP, generaron dos expectativas imposibles
de llevar a cabo: por una parte, el objetivo de alcanzar la salud para todos en
el año 2000 , entendiendo por tal una aspiración más ligada al orgasmo que a la
salud (el máximo grado de bienestar físico, psíquico y social). Por otra, Alma
Ata diseminó la falacia de que la enfermedad era evitable si se realizaban
suficientes actividades de promoción y prevención, ignorando contextos,
entornos y genética. La primera expectativa ya se demostró que era imposible; la
segunda sigue defendiéndose como ley por ciertos políticos, organismos
internacionales y sociedades profesionales pese a la limitada evidencia
empírica que lo sustenta.
La AP que
funciona, sobre la que hay sobradamente evidencias, es aquella que presta
cuidados individuales de la cuna a la tumba, a lo largo de la vida de una
persona por parte del mismo profesional. Surgió como una forma de atender los
problemas de salud de una persona que busca ayuda, al ignorar qué es lo que le
ocurre. Pero como señalan Martin et al en el BMJ desde los años 60 fueron introduciéndose
en AP cuantas intervenciones iban apareciendo bajo el paradigma de la PP&HP
(prevención primaria y promoción de la salud en sus siglas en inglés):
programas de salud, actividades de promoción y educación grupal, paquetes de múltiples
actividades preventivas que evitarán las enfermedades del futuro, cribado de
todo tipo de factores de riesgo ( de la hipertensión al cáncer de colon, de la prediabetes
al cáncer de mama). Y en no pocos lugares, todo ello se hizo a costa de
sacrificar la atención al motivo por el que la gente acude al médico; como ejemplo de ese desvarío, en una reunión internacional en un
país americano, una alto cargo del gobierno correspondiente me llegó a decir
que la Atención Primaria no está para atender a los enfermos, sino a los sanos.
Hace ya 18 años, Iona Heath
defendía en el BMJ la existencia de un un Servicio Nacional de Enfermedad
( Sickness Health Service) en lugar de Servicio Nacional de Salud ( National
Health Service), ante la tendencia creciente
a priorizar la prevención sobre el tratamiento. Y escribía: “Este es el tipo de consignas fáciles, tan
queridas por políticos y responsables de políticas, que sistemáticamente
ignoran las implicaciones de la retórica. La transformación propuesta ya está
desplazando el foco de la atención sanitaria de las necesidades de los enfermos
a las de los sanos, de los ancianos a los jóvenes y de los pobres a los ricos.
¿Es esto realmente lo que queremos o necesitamos?” Y por si no estuviera
suficientemente claro, apostillaba: “Aliviar
el sufrimiento es un imperativo moral permanente; la obsesión contemporánea por
mantener la salud es parte del persistente, pero recurrentemente ilusorio,
sueño humano de controlar el futuro. La manifestación actual de este sueño está
mediada por la ciencia, y el nuevo santo grial es una vida larga, sin
sufrimiento, que termina en una vejez extrema con un rápido declive y una
muerte, también milagrosamente sin sufrimiento. La pretensión de que esto se
puede lograr mediante un Servicio Nacional de Salud reconstituido traiciona a
todos los que sufren aquí y ahora”.
18 años después las cosas distan
de haber mejorado. Y de nuevo Iona Heath junto Stephen Martin , de la
Universidad de Massachusets, Minna Johansson de la Universidad de Goteburg, Richard
Lehman, de la Universidad de Birmingham y
Christina Korownyk de la de Alberta publicaron la semana pasada un
artículo imprescindible en el BMJ con el inequívoco título de “Sacrificar la atención al paciente en aras
de la prevención: distorsión del papel de la medicina general”, cuya
traducción acaba de ser publicada también en el imprescindible blog de Juan Simó. De nuevo ponen en el foco el proceso de transición de atender enfermos a preocuparse
de factores de riesgo, enfatizando que además de su falta de evidencia, el ir
ampliando el riesgo desde personas donde éste es alto, a personas normales, acaba
siendo una de las causas principales de la presión desmedida sobre los médicos
de cabecera. La razón es bien sencilla: no hay tiempo para todo. A este
respecto según Porter et al los médicos de AP de Estados Unidos necesitan hasta
27 horas cada día para seguir las recomendaciones de las directrices de las
instituciones, y más de la mitad de ese tiempo se destina a intervenciones preventivas.
Si las directrices europeas se aplicaran a la población general, más del 80% de
los adultos deberían ver a su médico de cabecera para reducir su riesgo de
enfermedad cardiovascular, lo que requiere más médicos de cabecera que los que
ejercen actualmente en cualquier país de altos ingresos. Porque el coste de
oportunidad de dedicar cada vez más tiempo de una consulta a la promoción y la
prevención es reducirlo para atender a los problemas de las personas. Y ese
coste no es pequeño: una de las autoras de este trabajo en BMJ, Christina
Korownyk publicó hace ya unos años en el CFP una comparación del beneficio que
produce la atención a presentaciones sintomáticas frente a actividades de
prevención y cribado, y el ratio era de 26 a 1.
Nadie discute, como escribía la
Dra Heath en 2007, la pertinencia de dar determinados consejos preventivos en
el seno de una consulta médica. Y por supuesto está sobradamente demostrado la
importancia de los determinantes sociales y comerciales en la salud de personas
y poblaciones. Incluido por supuesto el importante determinante comercial
constituido por la industria de la salud y los que la defienden, la difunden o
se inhiben ante ella. El problema surge cuando se pretende cargar (y aceptar)
esa carga sobre los escuálidos hombros de la medicina de familia: un cardiólogo
debe preocuparse por los problemas cardiológicos, lo demás poco le suele preocupar;
incluso es posible que le interesen solamente las arritmias, tale vez sea
superespecialista exclusivamente en trastornos del ritmo del nodo AV. A
diferencia de él, el médico de familia no solo pretende dar respuesta a todos
los problemas de salud de sus pacientes, de la clase que sea, sino a la vez
atender a la familia y la comunidad e intervenir sobre sus determinantes
sociales. Una tarea encomiable, destinada al más absoluto fracaso por
imposibilidad material.
Como señalan Heath et al, el
primer paso debería ser diferenciar con nitidez lo que son responsabilidades de
la atención primaria de lo que son de la salud pública. Algo que en su momento
parecía claro y cada vez se difumina más de la mano de las instituciones
internacionales como la OMS. Una salud pública reforzada y adecuadamente dotada,
bien coordinada con la AP, puede realizar mejor que nadie las tareas de
prevención a nivel poblacional. El segundo paso debería ser el de
responsabilizar de la intervención sobre los determinantes sociales de la salud
al gobierno en pleno de una nación, y no al sistema sanitario o a los
profesionales de la AP. Porque las intervenciones sobre trabajo, vivienda, medio
ambiente o protección social no son competencia alguno de un médico de cabecera
sino del presidente de un gobierno y de todo su gabinete. Hacer al sistema
sanitario responsable de ese desafío permite a los gobiernos desentenderse de
sus importantísimas responsabilidades para mantener y preservar la salud de sus
poblaciones, y que debería concretarse en una real ( y no teórica ) estrategia
de “salud en todas las políticas”. Como señalaba Heath hace 18 años citando a Petr
Skrabanek: “¿Por qué la pobreza sólo
importa cuando genera enfermedades? ¿Por qué no nos horroriza la pobreza porque
es “cruel, degradante e injusta” mucho antes de que se manifieste como mala
salud?”
Retomar el fin principal del
trabajo del médico de familia (atender y paliar el sufrimiento) no supone
ignorar que, quién y cómo se determina ese sufrimiento: pero en cada una de esas
personas concretas que se atienden, no en la sociedad en su conjunto. Hace unas
semanas vimos la forma tan extraordinaria en que eso puede realizarse,
simplemente viendo, mirando, escuchando, tocando, a través del maravilloso
libro de Iona Heath sobre John Berger. Fue ella la que sintetizó el trabajo del
médico general en dos roles esenciales: ser guardián ante el paciente (protegiéndole
del daño que el propio sistema sanitario produce) y ser testigo de su
sufrimiento, del impacto que sobre esa persona tiene la inequidad, la pobreza,
la soledad. Y gracias a ese testimonio ,actuar de altavoz denunciándolo a
partir de cada caso concreto, cada persona única…que sufre. Intervenir sobre
los males de la sociedad por supuesto que es importante. Pero es la
responsabilidad de los políticos. Como señalan Martin, Johansson, Heath y Korownyk
la atención primaria debe centrar su objetivo principal en la atención
longitudinal basada en los síntomas. Porque además de que es lo más efectivo,
no hay tiempo para todo.
(Imagen tomada de BMJ 2025;388: e080811.)