La austeridad mata. Stuckler y Basu ya lo demostraron en su libro de 2009 en que
analizaban los efectos de la crisis económica del 2008 y los posteriores
efectos (mucho más dañinos) relacionados con las medidas de austeridad
fomentados y propuestos por el Fondo Monetario internacional (FMI), los Bancos
Centrales y la Comisión Europea.
Lo
sufrió después Brasil, donde los efectos de las medidas de austeridad impuestos
en la década pasada como consecuencia de la crisis en aquel país del periodo
2014-2016 revirtieron una tendencia significativa de disminución de la
mortalidad, reducción de la inequidad y avances hacia el acceso universal de la
salud de la mano de la extensión del Servicio Único de Saúde y la estrategia de
Salud Familiar. Lo que había sido un hito en materia de reforma sanitaria en
términos de reducción de mortalidad y mejora de la esperanza de vida revirtió
en muy poco tiempo hacia aumento de inequidad e incremento claro de la
mortalidad (en un 8·0% , desde 143,1
muertes por 100.000 habitantes en 2012 a 154,5 por 100 000 en 2017); aumento de
la mortalidad que a quien más afectaba era a los de siempre, pobres,
desempleados, negros.
El
Banco Central Europeo, a través de una de las mayores responsables de aquellas
políticas de muerte, Christine Lagarde (máxima responsable del FMI en el
periodo 2011 a 2019), alerta ahora de que la crisis derivada de la infección
del coronavirus va camino de convertirse en una crisis aun mayor de la de 2008.
El informe del FMI para España insta al gobierno a ““dotar al sector sanitario
de recursos suficientes”, con una asistencia dirigida a los sectores más
afectados y los colectivos vulnerables. Estas medidas deberán ser temporales,
de carácter extraordinario, y deberían intensificarse según sea necesario para
prevenir y contener el virus y mitigar el impacto económico.
Las
instituciones que gobiernan realmente el mundo impusieron medidas extremas a
los gobiernos durante la crisis económica del 2008 destinadas a reducir el
gasto público, desregular los mercados y fomentar la privatización de servicios
públicos. Instituciones fundamentales para la gobernanza global en salud
pública como el Centro para el Control de enfermedades americano (CDC) o la propia
Organización Mundial de la Salud (OMS) vieron sustancialmente reducidos sus
presupuestos y debilitadas sus estrategias. El concepto de salud pública y las
instituciones necesarias para su salvaguarda (desde Direcciones Generales a
Escuelas) se vieron sometidas a un proceso de debilitamiento cuando no a su
desmantelamiento. Con la Bill y Melissa Gates Foundation y la mano invisibles
del mercado parecía ser suficiente.
Como
tan brillantemente demostraba William Davies en The limits of the neoliberalism,
es falsa la idea de que el neoliberalismo busque eliminar el estado o reducirlo
a la mínima expresión. Más bien al contrario necesita del estado para cobijarse
en él en situaciones extremas. Cuando las cosas se ponen realmente feas, ya sea
en forma de una crisis financiera resultado de los juegos desaprensivos de los
bancos o las agencias de rating, es necesario el estado para rescatarlos, como
ocurrió con la crisis de Lehman Brothers. Ahora que una pandemia amenaza a la
población mundial, de nuevo se busca la protección del estado para salvarnos de
la infección y del pánico. Nadie se acuerda en estos días de la (supuesta)
mayor eficiencia del sector privado, de la necesidad de desgravar la
adquisición de un seguro privado, de la indolencia y pereza de los funcionarios
públicos. Todos los que llevan décadas torpedeando sistemáticamente el sistema
sanitario público con la reducción sistemática de presupuestos, los que redujeron
radicalmente el número de profesionales de la salud, los que implantaron de
forma generalizada contratos humillantes para profesionales de medicina y
enfermería vienen ahora a ponerse a la cabeza de la manifestación en pro del
sistema público y de la necesidad de invertir lo que haga falta… mientras nos
dure el miedo. La última muestra es la designación de alguien como Antonio Burgueño (ideólogo del proceso de privatización de hospitales en Madrid) como
coordinador frente al Covid-19 en Madrid.
El presidente
de gobierno español en su comparecencia del pasado 10 de marzo volvió a
presumir de que el sistema sanitario español es uno de los mejores del mundo;
recalcó que el ratio de médicos por habitante estaba por encima de la media
europea; insistió en la alta cualificación y competencia de sus profesionales.
El papel lo soporta todo, en especial cuando sólo empleamos los datos que justifican
nuestros argumentos. Pero la otra cara, la que el presidente oculta o ignora es
que esos profesionales han visto como la sanidad dejaba de ser una prioridad
política, como sus condiciones de trabajo se deterioraban año tras año, como
los recursos disponibles era cada vez menores y en peores condiciones, sus
plantillas menguantes, sus perspectivas profesionales cada vez peores hasta el
punto de buscar la emigración o el retiro.
La
pandemia por Covid-19 ha venido a demostrar lo que supone la globalización en
términos de enfermedad infecciosa, esas enfermedades que parecían haber pasado,
superadas por las enfermedades no transmisibles, mucho más acordes a nuestros
tiempos. Seguirán existiendo pandemias, quizá aún más graves, pero solo desde
sistemas sanitarios públicos fuertes, bien financiados, estructurados y con
profesionales altamente capacitados y motivados podrán abordarse con unas
mínimas probabilidades de éxito.
Conviene
no olvidarlo cuando sólo dentro de unos meses todos los que buscan ahora
refugio en lo público, vuelvan a reclamar menos estado, menos inversión
pública, más privatización de servicios y aseguramiento, más medidas de
austeridad a largo plazo para ser competitivos. Los que volverán a decir que
nuestro sistema requiere un plan de adelgazamiento para ser eficiente.
La prioridad es reducir el daño que inevitablemente va a producir por desgracia la pandemia: Pero no conviene olvidar caules son las políticas que nos hacen inevitablemente más vulnerables ante cualquier amenaza.
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