“He sido testigo de la más terrible derrota de la razón y del más enfervorizado triunfo de la brutalidad de cuantos caben en la crónica del tiempo”
El mundo de ayer. Stefan Zweig.1942.
Albert Jovell, cuya pérdida volvió a hacerse más presente hace apenas unas semanas, me regaló El mundo de ayer hace ya unos cuantos años. Cuando lo leí, pude imaginar lo que se debe sentir cuando todo tu mundo se derrumba, cuando ingenuamente creíste que éste era algo inmutable, garantizado, seguro. Zweig describe con la minuciosidad del relojero lo que ocurrió en Europa en el periodo entre las dos grandes guerras. Una fase de euforia colectiva en donde parecía que el progreso del ser humano no encontraría límites, donde algo parecido al bienestar afectaba a cada vez más personas, y donde la producción científica y cultural alcanzaba niveles difícilmente superables. Tiempos de exposiciones universales, de la Belle Époque, de obras maestras en todos los terrenos.
De la noche a la mañana todo aquello desapareció, y Zweig , quien gozaba de un éxito literario considerable y se paseaba de café en café y de recepción en recepción, vio reducidas sus pertenencias a una maleta de 50 kilos llena de libros, sus escritos perseguidos y convertidos en cenizas y su futuro reducido a un incierto vaivén de trenes y barcos hasta llegar a su última estación: el suicidio con su compañera en Petrópolis , muy lejos de Europa, cuando perdió toda esperanza de un futuro sin nazismo.
Hoy como entonces, vuelven a aparecer similares augurios. Se dirá que son exageraciones, que algo parecido a la irrupción del nazismo no es posible, que una guerra como aquella es impensable. También lo parecía entonces, también en aquella época muchos no dieron crédito a que un futuro como el que más tarde fue presente pudiera ser cierto.
Estados Unidos, el Brexit inglés, el Brasil de Bolsonaro, el Chile de la persecución mapuche, el auge de la extrema derecha en Francia, Holanda, Suecia, Italia, Hungría, Polonia y ahora también en Andalucía comparten un elemento común que también estaba bien presente en el periodo entre guerras: el ascenso aparentemente democrático de partidos que defienden explícitamente la desigualdad entre las personas y el odio al que es distinto. Es distinto el mapuche, el lakota, el pobre, el que no tiene hogar, el homosexual o el trans, por supuesto el migrante ( mientras no sea rico) o el refugiado. Incluso hasta la mujer. De ellos hay que protegerse, a ellos hay que expulsar y amedrentar. Dos ejemplos sirvan para ilustrar la gravedad del proceso:
Una de las primeras decisiones del gobierno del presidente de Brasil Bolsonaro fue modificar la normativa impidiendo el trabajo de los médicos cubanos, que venían ejerciendo la atención dentro del programa Mais Médicos en las zonas donde no quiere ir nadie por remotas, aisladas o peligrosas, y que venían dando servicios a más de 8 millones de familias brasileñas, una población cercana a la de España; más del 75% de las poblaciones indígenas recibían atención exclusivamente de ellos. La decisión podría ser simplemente discutible si existiese una alternativa de atención para toda esa gente. Pero no la hay. Y a Bolsonaro y sus votantes no les importa lo más mínimo.
En Andalucía Vox ha conseguido 13 diputados con un programa entre cuyas líneas maestras se incluye la persecución y deportación de migrantes ilegales (con la inevitable construcción de un gran muro en la frontera que nos separa de los “otros” ) y la derogación de la ley contra la violencia de género, que debe parecerles una muestra de violencia contra los pobrecitos hombres que tanto sufren. Migrantes, pobres, mujeres, en el punto de mira. A los que se unirán homosexuales, trans, cualquiera que sea diferente.
El problema no es que haya tarados capaces de idear semejantes programas. El riesgo es que son muchos más de los que creemos los que comparten esa visión ( y que no sólo votan a Vox), de la misma forma que muchos de los alemanes en 1939 compartían el pensamiento de Hitler. Como dice el sociólogo portugués Boaventura de Sousa “la democracia de hoy ha sido secuestrada por antidemócratas, viviendo en sociedades políticamente democrática pero sociológicamente fascistas”. De Sousa emplea a menudo el término de sociología de las ausencias: “aquello que no se cuenta parece que no existiera”. Un enfoque parecido mantiene Richard Horton en The Lancet esta semana: los “magníficos resultados” en crecimiento y riqueza de Singapur esconden un alto grado de pobreza e inequidad que simplemente no se ven, proponiendo hacer plenamente visible esta última.
Hoy más que nunca tenemos la obligación de hacer visible lo invisible: la precariedad de los contratos, la obscenidad de la riqueza de los ricos, la miseria en la que viven y se esconden los migrantes ( legales o ilegales), el maltrato sistemático a que se somete a la mujer por parte de la sociedad y en especial de sus jueces. Y por supuesto hacer visible que el fascismo esta de nuevo a las puertas, esperando la oportunidad para acabar con nuestro mundo. El mundo que tuvimos hasta ayer..