Tras la provocadora clase de Pepe Martín la semana pasada es manifiesta la vigorosa aparición de la Felicidad como tema a discusión en el terreno de la salud y, por qué no, en los sistemas sanitarios. Sea en el campo de la Salud Pública o en el de la Economía, la Felicidad se convierte en un nuevo objetivo a investigar, valorar, perseguir, alcanzar…Ya no solo es materia de estudio desde el ámbito de la filosofía, la psicología, la pseudo-ciencia de los libros de autoayuda. Investigadores prestigiosos, universidades de referencia, revistas como Science o Nature dan pábulo a trabajos en este ámbito.
Pero, ¿es posible definir una variable de estudio tan compleja como la felicidad? Si fuera posible,¿deben preocuparse los sistemas sanitarios de la felicidad de sus ciudadanos? ¿Y de sus profesionales? Y una vez más, ¿puede incluir también entre sus prestaciones un sistema sanitario la aspiración a la felicidad de sus ciudadanos?
Difícil sí, pero no descabellado si recordamos la definición utópica de salud de la OMS.
Algunas aportaciones: la felicidad aparece como una conquista debida a la prolongación de la vida de la especie humana. Solo comienza a pensarse en ella cuando la perspectiva de vida abarca más allá del tiempo preciso para perpetuar la especie. Algo que comparte con la aparición de la salud como objetivo. Ante la perspectiva de vivir ochenta, noventa, cien años, surge la necesidad de ocuparlos en algo: más salud, más calidad de vida, más felicidad. ¿Es entonces fruto del envejecimiento? ¿De la opulencia?
La felicidad parece influir en la salud. Y viceversa (como en la poesía de Benedetti): la salud parece influir en la felicidad. Un estudio sobre países de la OCDE encuentra correlación negativa entre prevalencia de la Hipertensión y nivel medio de felicidad. En la otra dirección, parece existir una relación estrecha entre salud y felicidad, estadísticamente más robusta que entre ingresos y felicidad. Tener una buena salud está asociada a mayores niveles de felicidad, así como adversos efectos sobre la salud tiene consecuencias negativas ( a veces demoledoras) sobre la felicidad. Sin embargo, la relación entre ingresos y felicidad no es lineal a partir un determinado nivel de ingresos ( la llamada paradoja de Easterlin), confirmando la vieja suposición que el dinero no da la felicidad :¿ por qué Bolivia con el mismo ingreso per capita que China o Nigeria tiene un nivel de satisfacción media con la vida sustancialmente menor?
Indirectamente relacionados con ellos están los trabajos de Robert Sapolsky, neurólogo de Stanford en Estados Unidos: existen enormes diferencias entre índices de salud y posición en la jerarquía social, y que no son debidas ni a la dificultad de acceso al sistema sanitario, ni a los hábitos menos saludables de vida, sino posiblemente a aspectos psicosociales, de forma significativa el estrés, y más aún, el estatus socioeconómico subjetivo: no es solo ser pobre, sino sobre todo sentirse pobre (en relación con los otros). En definitiva, el reparto inequitativo de riqueza.
Muchas interrogantes, pocas respuestas, más allá de simplificaciones y lugares comunes. Parece en cualquier caso, que la preocupación sobre el tema nos acompañará unos cuantos años (tal vez hasta ser sustituida por una nueva moda). Hasta entonces, se aconseja leer a los más interesantes: Sapolsky ( “ ¿ Por qué las cebras no tienen úlceras?”, Alianza 1995), Frey ( “ Happiness and Economics, Princeton University Press, 2002)), Seligman ( Authentic Happiness, Free Press, 2002), Kahneman ( Choices, values and frames, Cambridge University Press, 2000) , Gilbert ( Tropezando con la felicidad , Destino 2006). Para abrir boca os recomiendo el magnífico trabajo de Carol Graham., profesora de la Universidad de Maryland publicada en Health Economics hace apenas un mes ( Graham. C. Happiness and health: lessons-and questions-for Public Policy. Health Economics 2008;27:72-87). Lo tenéis en la documentación de la mentalidad colaborativa.
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