viernes, 29 de septiembre de 2017

Lecciones de gestión para principiantes




1.Roberts. Stanford. Para conseguir cambios se necesita tiempo
En La empresa moderna ( The modern firm) el economista John Roberts , sostiene que  alcanzar cambios en la arquitectura de cualquier organización ( su fórmula jurídica, su organigrama, su director) es relativamente rápido y seguro; pero sin embargo conseguir cambiar a las personas que la forman y la cultura que éstas determinan, es tan lento como incierto. Por eso el desempeño de una organización siempre será mediocre si no se da el tiempo suficiente para el cambio; algo que, por otra parte sabe cualquier agricultor avezado: de la siembra a la semilla siempre hay que esperar un tiempo.
Cuando llegué a mi institución, en el año 2000, ésta había tenido un único Director (Pachi Catalá) en sus 15 años de historia: en ese periodo había pasado de la nada a ser una escuela de salud pública puntera, capaz de trabajar en cuatro ámbito diferentes ( docencia, investigación, consultoría y cooperación internacional) y en diferentes países del mundo ( además por supuesto en Andalucía).
En los 17 años transcurridos desde entonces, he tenido la suerte de conocer un total de 9 directores (mañana tal vez conoceré al décimo); es decir un director cada 22 meses (menos de  dos años de media). Es sobradamente conocido que la vida media de un gestor hospitalario es corta, necesaria para que no decaiga la conversación en las cafeterías de hospital. Sin embargo en instituciones académicas tal “turnover” supone una ingeniosa innovación, aplicación al mundo del conocimiento del principio de la “aceleración de partículas”.
2.- Peters.En busca de la excelencia.”Zapatero a tus zapatos”.
Hasta en un texto de la simplicidad del de Tom Peters es posible encontrar ideas interesantes, aunque sean de Pero Grullo. Dado el número elevado de directores en estos 17 años resulta inevitable haber conocido una variopinta muestra de perfiles, formas de “liderazgo” y obsesiones varias. Paradójicamente el perfil mayoritario no ha sido académico, alguien con experiencia en el mundo de la docencia universitaria o continuada, la investigación en servicios o salud pública o la consultoría profesional; algo lógico por otra parte, dada la idea dominante en materia de nombramientos de ministros, consejeros y altos cargos, donde  la realidad demuestra que no es preciso tener la más mínima idea del trabajo asignado para poder ejercerlo. Entre los 9 ex directores que hemos tenido el honor de disfrutar predomina abrumadoramente el de gestor hospitalario. Solo uno de ellos, el último, cumplía un perfil claramente académico y pertenecía a la propia institución. Pero ya se sabe que los académicos son demasiados teóricos y el buen gestor lo mismo gestiona un hospital que una cadena de pizzas.
En un terreno tan difuso y dependiente del factor humano como es la gestión, la literatura aporta a menudo conocimiento tan solvente como cualquier ciencia exacta. Carver describió con su habitual agudeza las diferentes interpretaciones que caben en la palabra amor, del sexo a la ternura, de la posesión a la dependencia: me dolerá que me digas que has dejado de quererme pero acabaré por asimilarlo; ahora bien, nunca te perdonaré que digas que me amas cuando tus ojos delatan tu traición.
Cualquier medio de evaluación es legítimo si lo establece quien tiene autoridad reconocida para ello. Ahora bien, la disociación entre razones oficiales y reales acaba por generar desconcierto, y a la larga falta absoluta de confianza: si una institución se dota de un consejo de administración es porque espera que al mando de ella alguien rinda cuentas de su labor gestora. Si no es así, es más sencillo y económico mantener el modelo jerárquico de “ordeno y mando” basado en cargos de confianza. Si en la reunión en la que se evalúa el resultado del año anterior se felicita públicamente al responsable por los buenos resultados obtenidos (evidentes ante el crecimiento de actividad de toda índole, la ampliación de proyectos internacionales y el reconocimiento externo como es la renovación del reconocimiento como centro colaborador de la OMS por ejemplo), el acto de cesar a su máximo responsable apenas tres meses después, o bien invalida aquella decisión o bien invalida su cese.
4.- McKee & Stuckler. The assault on universalism. BMJ.
En su clásico trabajo sobre al asalto al universalismo, los profesores de la LHHTM y Oxford identifican entre las estrategias para desmantelar un sistema u organización la necesidad de realizar el proceso de forma tan insidiosa que acabe pasando desapercibida. Desde el inicio de la crisis mi institución ha perdido más de un 10% de sus profesores, congelado su carrera profesional impidiendo la progresión profesional de cualquier miembro de la institución  y congelando la contratación laboral estable de ningún nuevo profesional, aludiendo a la manida normativa estatal sobre reposición; para esta condena no hay esperanza de redención. Este tipo de estrategias son demasiado obvias para pasar desapercibidas. Resultan preferibles, literariamente hablando, ya sea los desmantelamientos por agotamiento ( el desierto de los tártaros de Buzzati) o la solución drástica ( Macbeth).
5.- Collis. La clave de la estrategia es la elección.
Y elegir es renunciar: consiste en decidir qué haces y que dejas de hacer. De la misma forma que el desconocimiento de la ley no exime (hasta ahora) de su cumplimiento, la ausencia de estrategia o la estrategia errática es también una decisión. Muy pocas veces lleva al éxito

jueves, 28 de septiembre de 2017

Joaquim






 “Caminan lentamente sobre un lecho de confeti y serpentinas, una noche estrellada de septiembre, a lo largo de la desierta calle adornada con un techo de guirnaldas, papeles de colores y farolillos rotos: última noche de Fiesta Mayor (el confeti del adiós, el vals de las velas) en un barrio popular y suburbano, las cuatro de la madrugada, todo ha terminado. Está vacío el tablado donde poco antes la orquesta interpretaba melodías solicitadas, el piano cubierto con la funda amarilla, las luces apagadas y las sillas plegables apiladas sobre la acera. En la calle queda la desolación que sucede a las verbenas celebradas en garajes o en terrados: otro quehacer, otros tráfagos cotidianos y puntales, el miserable trato de las manos con el hierro y la madera y el ladrillo reaparece y acecha en portales y ventanas, agazapado en espera del amanecer. El melancólico embustero, el tenebroso hijo del barrio que en verano ronda la aventura tentadora, el perdidamente enamorado acompañante de la bella desconocida todavía no lo sabe, todavía el verano es un verde archipiélago.”
Últimas tardes con Teresa. Juan Marsé,

Cuando David Sackett deconstruyó la epidemiología clínica sacándose de la chistera la Medicina basada en la Evidencia (MBE), y marchó de McMaster a Oxford como si fuera un Messi de la medicina científica, algunos pocos pioneros iluminados cogieron el testigo en aquellas sesiones iniciáticas  de la nueva logia: entre ellos estaban RafaBravo y Joaquim Camprubi, que siempre mantuvieron vivas las enseñanzas del maestro: la MBE no eran sólo las pruebas científicas, con ser éstas absolutamente relevantes, puesto que son las que nos pueden ayudar a separar la verdad de la superchería. Era también la experiencia del clínico, y las preferencias del paciente, y lo que es más importante, la integración de las tres hasta encontrar una respuesta.
Rafa permaneció en el lado soleado de la carretera, Joaquim paseó por el lado oscuro de la industria durante unos cuantos años, de esa industria de la que apostatan clínicos puros y “administraciones intachables”, pero a la que recurren emboscados cuando hace falta financiación para algún evento.
Durante años organizamos en mi Escuela múltiples actividades destinadas a poner algo de luz, ciencia y debate en una disciplina tan pantanosa como es la gestión. Mi amigo José Francisco García y yo le proponíamos a Joaquim tipos casi desconocidos por estos territorios, pero de los que convierten en respetable a un oficio cuya base científica no supera habitualmente la charlatanería de los libros de aeropuerto. Había veces que nos salía bien, y otras rematadamente mal. En una de las esas ocasiones nuestra propuesta rozó el más absoluto de los fracasos, tal vez por equivocarnos en la elección del contenido, tal vez porque el poder de turno consideró intolerable un foro en que convivieran crítica, debate y opiniones diferentes a las suyas.
Tanto da. Ante tal desastre Joaquim sonrió y sin darle importancia a lo que no la tenía, preguntó por algún tugurio donde beber una botella de vino mientras conversábamos de filosofía de la felicidad, literatura catalana o de las viejas aventuras de Archie Cochrane cuando estuvo en nuestra guerra civil en la Unidad de ambulancias británicas.
Joaquim siguió viniendo hasta este mismo año por la Escuela a dar clase: sabía mucho de investigación y medicina. Pero por encima de todo era maestro en un arte que se desvanece: el arte de la conversación, donde más importante que hablar es escuchar. Él lo sabía hacer y de qué forma.
Ayer se marchó. Le pillaron de improviso cuando creía que el verano aún era un verde archipiélago. En la calle queda la desolación, como escribía Marsé.
Se quedaron muchas conversaciones en el tintero. Pero ahí quedan para siempre las que tuvimos la suerte de compartir con él.

sábado, 23 de septiembre de 2017

El lado vacío de la botella




"Solícito el silencio se desliza
por la mesa nocturna,
rebasa el irrisorio contenido del vaso.
No beberé ya más hasta tan tarde.
Otra vez soy el tiempo que me queda.
Detrás de la penumbra
yace un cuerpo desnudo
y hay un chorro de música insidiosa
disgregando las burbujas del vidrio.
Tan distante como mi juventud ,
pernocta entre los muebles el amorfo,
el tenaz y oxidado material del deseo.
Qué aviso más penúltimo
amagando en las puertas,
los grifos, las cortinas.
Qué terror de repente de los timbres.
La botella vacía se parece a mi alma."
Jose Manuel Caballero Bonald



En uno de sus artículos más clarividentes Tudor Hart escribía que la ciencia médica se encuentra construida sobre la medición de lo que hacemos, los pacientes que vemos, las enfermedades que identificamos y tratamos. La capital del reino de la medición es el hospital. El lugar donde puede conocerse con precisión el número exacto de pacientes atendidos, ingresados, explorados,intervenidos, codificados y expulsados (ya sea por recuperación, ya sea por muerte).Un mundo de luz.
Fuera de él, se encuentra el mundo de las sombras, los contrastes y los matices, dominado por una rica, diversa y confusa paleta de grises. En palabras de Ian McWinney allí habitan los que definitivamente no están enfermos, los que probablemente no lo están pero no lo sabemos con certeza, los que aún no lo están pero podrían estarlo, o los que aún no lo están suficientemente. Y junto a este amplio espectro de indefinición, también están los realmente enfermos, incluidos los que nos parece inexplicable que lo estén.
Pero junto a todos ellos existe el desconocido territorio de los invisibles, el lugar donde residen los que están enfermos, pero no lo sabemos porque nunca acuden por las consultas, los que a menudo son los que más la necesitan ( esa realidad formulada por Tudor Hart en su conocida de la ley de cuidados inversos).
Los “cíclopes” de hospital (como diría Juan Gervas) sólo pueden medir lo que hacen, puesto que solo pueden conocer a las personas que llegan a sus manos. A diferencia de ellos los generalistas que poseen el tesoro de una lista de pacientes, con sus nombres y sus direcciones disponen de un raro privilegio que nunca tendrán los prestigiosos habitantes de aquel reino de alta tecnología: medir lo que no se ha hace, pero debería ser hecho. Medir en cierta manera, nuestra debilidad, nuestra impericia, nuestra impotencia, a veces nuestro fracaso.
Tanto el trabajo del cíclope especialista como del generalista son esenciales: el primero “rescata” a unos pocos a través de intervenciones generalmente muy  complicadas; pero los segundos “anticipan”, evitan consecuencias más graves a través de medidas aparentemente sencillas, para toda su población. Escribe Tudor Hart: “si los generalistas son ineficientes, los especialistas no pueden especializarse”. El trabajo del buen generalista va mucho más allá de responder a síntomas, para tener la obligación de adentrarse en el territorio de las sombras, convirtiéndose en guía para el paciente en ese territorio incierto, capaz de asesorar sobre probabilidades, riesgos, posibilidades e imposibilidades de la ciencia médica.
El trabajo de Tudor Hart fue publicado haca 35 años. Pero tiene la misma oportunidad que si se hubiera escrito hoy. Se pregunta si realmente queremos desempeñar ese exigente papel, si los generalistas están dispuestos a ser un nuevo tipo de profesionales. Leído 35 años después parece evidente que la respuesta es no. Es cierto que las condiciones para poder hacerlo no se cumplen y, lo que es peor, han ido empeorando con el paso de los años. Las consulta con 50 pacientes al día no son excepcionales , los cupos sobrecargados y nunca bien conocidos, la excesiva burocracia para alimentar los caprichos de oscuros funcionarios no dan opción a alguna a medir lo que no hacemos, a escudriñar para encontrar a los “invisibles”, los que precisan cuidados y no los reciben. Pero cabe preguntarse si en el fondo la razón última es la complejidad y compromiso que esto entraña.
Para Tudor Hart los médicos generales han estado demasiado tiempo centrados en el “tacticismo” de cómo hacer bien su imprescindible, pero limitado, trabajo de atender los síntomas de los que acuden por su consulta. Pasar de una visión táctica a otra estratégica que supone asumir la responsabilidad de participar en el mantenimiento de la mejor salud de la población a cargo supone un salto descomunal.
Tudor Hart reconocía que no todos los médicos generales estarían dispuestos a asumir ese compromiso. Por eso defendía que fuera una actividad especial, pagada, reconocida, que diferenciara el generalista normal del médico clínico comunitario, miembro de un equipo, de una comunidad.
Visto el fracaso de esa utopía treinta y cinco años después, cabría plantearse si en una nueva generación existe gente dispuesta a asumir ese reto. O si, por el contrario, debemos renunciar definitivamente a escudriñar la mitad vacía y oscura de la botella, dejando que "siga deslizándose el silencio" sobre ella.