( Publicado el 27 de enero en Diario Médico)
Es difícil discutir que el lenguaje industrial ha impregnado profundamente la práctica y el ejercicio de la medicina, en particular, y la asistencia sanitaria en general: recursos, producto, expectativa, cliente, consumidor, fidelización, satisfacción…son términos que se derrochan con alegría cada vez que un responsable político habla de los problemas del sistema sanitario y sus posibles soluciones. Pero el uso del lenguaje no es nunca superfluo. Pamela Hartzband y Jerome Groopman ( el autor del muy recomendable “¿ Me está escuchando, doctor?”) publicaron un interesante artículo en New England ( “The new Language of Medicine”) perfectamente extrapolable a nuestro sistema.
Ambos, médicos de la Harvard Medical School, alertan de la sustitución del término “paciente” por el de “consumidor” o “cliente”, y los de médicos y enfermeras por el genérico de “proveedores” de servicios. El cambio de lenguaje tiene para ellos importantes y deletéreas consecuencias. La primera, el convertir la relación entre médicos y pacientes en una transacción comercial, en la que se ignora la dimensión humanística y psicológica de la relación clínica. La segunda, el reducir la medicina a una actividad económica más, convirtiendo en papel mojado el vínculo que antes se establecía entre pacientes y médicos. La tercera, convertir el encuentro clínico en una mercancía prediseñada, hurtando a los pacientes de la atención personalizada y adaptada a las características específicas de cada uno de ellos.
En la década de los 90 y de la mano de los modelos de Gestión de la Calidad Total procedentes del entorno industrial, fue generalizándose la idea de que la actividad sanitaria podría organizarse como una factoría. La metáfora de la máquina se convirtió en el modelo a seguir. Guías, protocolos y estandarización de procedimientos se pensaba que mejorarían la “productividad” de las organizaciones sanitarias. La atención a los pacientes diabéticos (como si todos fueran iguales) podría gestionarse como un proceso único, a la manera de la instalación de amortiguadores en el Ford Focus. Pero a pesar del crecimiento anárquico de todo tipo de guías y protocolos, su seguimiento sigue siendo deficiente. Un grupo de investigadores del Imperial College de Londres, liderado por Jane Carthey publicaban en el BMJ, un análisis de las causas de esta falta de seguimiento de las guías y procedimientos: el primer problema que encontraban es que son demasiadas (solamente el Department of Health británico tiene más de 3000 guías y el prestigioso NICE más de 1000). El segundo es que existen demasiadas sobre el mismo tópico (ante un paciente con fractura de cadera un médico puede encontrarse con más de 75 guías, en ocasiones con planteamientos contradictorios). Pero además de ello son largas (algunas con cerca de 400 páginas), farragosas, y a menudo triviales ( la obsesión por el control lleva a regular con una guía el uso de los Crocs en los quirófanos).
Para Hartzband y Groopman el juicio clínico cayó en desgracia con la aparición de la Medicina Basada en la Evidencia. Se consideraba algo subjetivo, escasamente científico. Sin embargo la supuesta objetividad de las guías también está en entredicho: a partir de los mismos datos científicos, diferentes expertos son capaces de elaborar guías y procedimientos diferentes. Algo por otra parte casi inevitable, puesto que ,como señalaba Iona Heath hace unos años también en el British, el trabajo del médico consiste en definitiva en estrechar la brecha entre “el mapa” de la ciencia médica y “el territorio” del sufrimiento humano.
David Sackett , definió inicialmente la práctica de la Medicina basada en la evidencia como “ la integración de la experiencia clínica individual con las mejores pruebas clínicas externas disponibles procedentes de la investigación sistemática”. Mensaje que ha sido completamente pervertido con el paso del tiempo.
Hartzband y Groopman se preguntan por el impacto que tendrá este vocabulario industrial en las próximas generaciones de médicos y enfermeras. Para ellos reconfigurar la medicina en términos económicos e industriales difícilmente atraerá a pensadores creativos e independientes, imprescindibles para seguir realizando una de las tareas más difíciles que existen: atender a un paciente. No a un cliente.
Ambos, médicos de la Harvard Medical School, alertan de la sustitución del término “paciente” por el de “consumidor” o “cliente”, y los de médicos y enfermeras por el genérico de “proveedores” de servicios. El cambio de lenguaje tiene para ellos importantes y deletéreas consecuencias. La primera, el convertir la relación entre médicos y pacientes en una transacción comercial, en la que se ignora la dimensión humanística y psicológica de la relación clínica. La segunda, el reducir la medicina a una actividad económica más, convirtiendo en papel mojado el vínculo que antes se establecía entre pacientes y médicos. La tercera, convertir el encuentro clínico en una mercancía prediseñada, hurtando a los pacientes de la atención personalizada y adaptada a las características específicas de cada uno de ellos.
En la década de los 90 y de la mano de los modelos de Gestión de la Calidad Total procedentes del entorno industrial, fue generalizándose la idea de que la actividad sanitaria podría organizarse como una factoría. La metáfora de la máquina se convirtió en el modelo a seguir. Guías, protocolos y estandarización de procedimientos se pensaba que mejorarían la “productividad” de las organizaciones sanitarias. La atención a los pacientes diabéticos (como si todos fueran iguales) podría gestionarse como un proceso único, a la manera de la instalación de amortiguadores en el Ford Focus. Pero a pesar del crecimiento anárquico de todo tipo de guías y protocolos, su seguimiento sigue siendo deficiente. Un grupo de investigadores del Imperial College de Londres, liderado por Jane Carthey publicaban en el BMJ, un análisis de las causas de esta falta de seguimiento de las guías y procedimientos: el primer problema que encontraban es que son demasiadas (solamente el Department of Health británico tiene más de 3000 guías y el prestigioso NICE más de 1000). El segundo es que existen demasiadas sobre el mismo tópico (ante un paciente con fractura de cadera un médico puede encontrarse con más de 75 guías, en ocasiones con planteamientos contradictorios). Pero además de ello son largas (algunas con cerca de 400 páginas), farragosas, y a menudo triviales ( la obsesión por el control lleva a regular con una guía el uso de los Crocs en los quirófanos).
Para Hartzband y Groopman el juicio clínico cayó en desgracia con la aparición de la Medicina Basada en la Evidencia. Se consideraba algo subjetivo, escasamente científico. Sin embargo la supuesta objetividad de las guías también está en entredicho: a partir de los mismos datos científicos, diferentes expertos son capaces de elaborar guías y procedimientos diferentes. Algo por otra parte casi inevitable, puesto que ,como señalaba Iona Heath hace unos años también en el British, el trabajo del médico consiste en definitiva en estrechar la brecha entre “el mapa” de la ciencia médica y “el territorio” del sufrimiento humano.
David Sackett , definió inicialmente la práctica de la Medicina basada en la evidencia como “ la integración de la experiencia clínica individual con las mejores pruebas clínicas externas disponibles procedentes de la investigación sistemática”. Mensaje que ha sido completamente pervertido con el paso del tiempo.
Hartzband y Groopman se preguntan por el impacto que tendrá este vocabulario industrial en las próximas generaciones de médicos y enfermeras. Para ellos reconfigurar la medicina en términos económicos e industriales difícilmente atraerá a pensadores creativos e independientes, imprescindibles para seguir realizando una de las tareas más difíciles que existen: atender a un paciente. No a un cliente.
(Fotografía: cadena de montaje del Ford modelo T)