Hace ya bastantes años, mientras daba clases en el Máster de Salud Pública en Granada, se produjo un pequeño temblor. Los colegas que participaban en el curso procedentes de países como Nicaragua, Guatemala o Chile se pusieron rápidamente en alerta y preguntaron dónde estaba el “punto seguro” de la Escuela. Por supuesto, no supimos que responder porque no existía.
Años después, recién acabado el periodo de cuarentena de la pandemia COVID-19, estando en Chile recibí una alarma sonora muy potente en mi teléfono móvil, con número español. A través de ella se me avisaba de riesgo de tsunami tras un terremoto en Japón. El mismo mensaje se recibió por todos los habitantes de esa zona del país. Y todo el mundo, como la cosa más natural, siguió las recomendaciones señaladas en el mensaje. Afortunadamente no se produjo el tsunami, pero nadie cuestionó la oportunidad del aviso.
Cuando se inició la borrasca Filomena el subdirector del diario El Mundo y conductor del informativo de la cadena COPE Jorge Bustos publicó en su Twitter este comentario: “a ver que coño es este pitido orwelliano en cada móvil por mucho que llueva. Cual es el siguiente paso de la intrusión del Estado en la privacidad del ciudadano”. Más allá de la ignorancia de alguien que debería conocer los fundamentos de la comunicación de riesgos, nuevamente han aparecido con la terrible DANA de estos últimos días comentarios cuestionando la intromisión del Estado en la privacidad de los ciudadanos..
Lo más terrible , sin embargo, es la absoluta falta de cultura de comunicación de riesgo que tenemos todos respecto a cómo prevenir, gestionar y afrontar una catástrofe climática generalizada. En países como Chile la población sabe perfectamente que debe tener preparada una mochila de emergencia en la que, entre otras cosas, debe incluir una linterna envuelta en dos bolsas de protección ante el peligro de que pueda mojarse, pilas, o reservas iniciales de agua y alimentos. Conocen que los sótanos son trampas mortales cuando se trata de una catástrofe, ya sea terremoto, inundación o aluvión. Saben que lo primero que hay que hacer ante un temblor intenso es abrir la puerta. E interpretan que una alerta roja supone no desplazarse, no trabajar, no ir a la escuela o la universidad. La excusa habitual es que eso ocurre en “esos países”, a los que parece que Dios castiga con terremotos, tsunamis o erupciones volcánicas. Pero esos países también sufren incendios devastadores, inundaciones brutales y aluviones como los ocurridos en Valencia. Fenómenos que no sólo no van a desaparecer, sino que van a aumentar significativamente en los próximos años mientras nos ponemos de acuerdo en hasta donde actuamos frente al cambio climático. La diferencia con España es que han acabado por aprender del pasado.
Mientras sigue aumentando la dramática cifra de muertos y la desesperación crece entre tantas personas que no tienen agua ni luz ni forma de acceder a alimentos esenciales, cuyos seres queridos han muerto o no aparecen, se abre aún más la sima existente entre los políticos y sus hooligans mediáticos frente a la gente que sufre. Políticos que ignoran la advertencia de la Agencia Estatal de Meteorología doce horas después de anunciada, políticos que tardan dos días preciosos en reconocer su impotencia y solicitar la intervención del Ejército, políticos que no consideran de suficiente gravedad lo que está pasando como para suspender una votación en el Congreso que les parece mucho más urgente, políticos que se mantienen a la espera, no sea que su intervención sea considerada una intromisión en las competencias de una comunidad autónoma, políticos que siguen con su agenda internacional puesto que atender una catástrofe de esta magnitud no forma parte directamente de sus obligaciones, políticos que culpan y responsabilizan a los técnicos que llevaban días avisando con tal de defender la incompetencia de su compañero de partido, políticos...
No aprendimos nada de la pandemia. Al margen de hacer informes laudatorios justificando la intervención del gobierno (sin querer aprender de los múltiples errores cometidos), seguimos creyéndonos la farsa de que somos un país de vanguardia, modelo para el resto del mundo. Una vez más España debería hacer un ejercicio de humildad y aprender las experiencias de países que llevan muchas décadas de sufrimiento acumulado.
Japón y Chile, por ejemplo, tiene sistemas integrados de gestión de desastres siguiendo las recomendaciones de la ONU. En Chile por ejemplo, el elemento fundamental es el concepto de “sistema”, algo inexistente aquí: el Sistema Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (SINAPRED) está constituido por todas las entidades públicas y privadas con competencias relacionadas con las fases del ciclo del riesgo de desastre (Mitigación, Preparación, Respuesta y Recuperación). Este sistema tiene como objetivo prevenir y reducir los impactos de los desastres, ya sea antes de que estas ocurran, o cuando ya se han desencadenado. De ella depende el SENAPRED (Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres), que coordina e integra el trabajo de diversos COGRID (Comités para la Gestión del Riesgo de Desastres), que se articulan según niveles (comunal, provincial, regional y nacional), y están presididos por alcaldes, delegados presidenciales y finalmente el/la ministro del Interior. Estos comités son la más alta instancia de coordinación que tiene el SINAPRED en cada uno de sus niveles, los responsables de tomar decisiones en materia de prevención o intervención ante un desastre. Quienes movilizan los recursos de intervención y los coordinan, fundamentalmente ejército, carabineros y personal sanitario, no voluntarios bienintencionados.
Nada de eso existe aquí. Mientras el presidente Boric se desplazaba en Chile de un lugar a otro del país para conocer la situación y dar apoyo durante las catastróficas inundaciones de invierno de 2023, brillan por su ausencia la presencia del presidente del gobierno o de la Comunidad Valenciana en el terreno. El modelo español es un modelo basado en voluntarios, sin apenas coordinación . Es más importante no incomodar a una comunidad autónoma que se demostró incapaz de gestionar semejante desastre que decretar el estado de alarma y poner todos los recursos posibles para paliar una situación tan trágica.
Mientras la clase política y sus
medios de comunicación políticos siguen creyendo que lo importante son sus
pequeñas miserias diarias, de escándalos, trapicheos y peleas de cantina, la
gente, la pobre gente sigue estando inmensamente sola. No aprendemos