Como ciudadano obediente que soy, y siguiendo una vez más las indicaciones de mi presidente del gobierno (uno de los más atractivos del mundo), y de mi ministra de sanidad (una de las más expertas en el contenido de su cartera) salgo a la calle dispuesto a dar un paseo. Recorro las calles vacías de mi pueblo en un sorprendente día primaveral en pleno diciembre, cuando veo a más de cien metros a una adorable señora que me hace señas ostentosas: pienso que es para felicitarme el año , pero inmediatamente compruebo que es otra ciudadana proba, que me conmina a que me ponga la mascarilla visiblemente enfadada. Rápidamente me la coloco, excusándome por el olvido imperdonable de no recordar la obligación taxativa implantada recientemente por el gobierno español de usar la mascarilla en exteriores. Aunque la evidencia científica (basada en ensayos clínicos aleatorizados y metanálisis) sobre la efectividad de la mascarilla en prevenir la infección por Covid-19 sigua siendo cuando menos débil (como bien han argumentado Prasad y compañía), hasta el punto de ser considerada su obligatoriedad algo próximo al “pensamiento mágico” (ante la sorprendente ausencia de evidencias sólidas, ya dos años después del comienzo de la pandemia) , se sigue obligando al personal a su uso según el capricho de la autoridad de turno, a la manera más de amuleto que de efectiva medida no farmacológica: se admite unánimemente que “cualquier máscara, usada cualquier número de veces, usada de cualquier forma, por cualquier cantidad de tiempo, en cualquier lugar, reduce la transmisión en una cantidad considerable”, cuando de ser realmente una intervención preventiva debería definirse con claridad qué tipo de materiales, forma de colocación, o caducidad de uso debería tener (puesto que la antigüedad de algunos cubrebocas es cercana al inicio de la pandemia). Al margen de que si aceptamos (como parece aceptar la amplia mayoría de la comunidad científica) la hipótesis de que el SARS Cov 2 se transite esencialmente a través de aerosoles, poca protección darán mascarillas sueltas que no protejan férreamente mucosas. Pero ¿quienes somos nosotros para dudar de las infalibles decisiones de nuestros abnegados políticos y sus no menos comprometidos asesores?.
Ya bien pertrechado de mascarilla me dirijo a la farmacia donde una cola impresionante me confirma la tremenda alarma social generada por omicron. Observo las explicaciones pormenorizadas de la farmacéutica a un amplio abanico de personas de mi pueblo de todas edades para hacerse el test de antígeno, y no puedo evitar dudar de la fiabilidad de tales pruebas dejadas al buen criterio del ciudadano. Por fin llego bien enmascarado a un bar donde todo tipo de carteles me indican la prohibición de no poder entrar si no es bien embozado, pero esa exigencia es de nuevo otro amuleto contra el yuyu, pues una vez alcanzada la mesa más cercana, puedo quitarme la mascarilla inmediatamente, como si en ese minúsculo tránsito de la puerta a la silla hubiera adquirido todas las inviolabilidades de R’has al Ghul. Todas las autoridades mundiales respaldan este extraño fenómeno de inmunidad tipo “estoy en casa” del parchís, donde ninguna malévola confluencia viral me puede dañar. Ya en la mesa, el amable camarero me pide el certificado vacunal. Acudo a mi teléfono móvil, y me alegro de que mi madre no hay venido porque la habrían echado a patadas. Busco en el teléfono, pero a pesar de llevar el certificado a mano para los viajes internacionales, no lo encuentro. Me conecto a la app de la Junta de Andalucía para descargarlo pero no dan por válidos mis números. Me conecto entonces a la web del Ministerio de Sanidad de su excelencia la señora Darias pero me piden el certificado digital que no tengo instalado en el teléfono. A todo esto mis compañeros de farra han consumido dos cervezas y sus correspondientes tapas mientras sigo buscando el certificado. El camarero,amable, se apiada de mi y da por buena la intención: “nosotros no somos ni policías ni sanitarios , pero tenemos que comprobarlo , no sea que el paisano que viene al bar sea un policía camuflado”.
A mi sobrino , covid positivo , le confinaron 10 días en su dormitorio unos días antes de Nochebuena. Pero los extraordinarios gobiernos autonómicos (quizá como muestra de su magnanimidad navideña) redujeron los encierros cuarentenales a siete días. ¿Por qué no 8? ¿o 5? Pues no está claro: algunos gobiernos lo justifican por la sobrecarga de la Atención Primaria ( excusa ahora para todo), otros aducen el riesgo de quedarnos sin servicios esenciales, otros alegan el exceso de bajas… todos argumentos de amplia solidez científica y de gran coherencia con medidas previas, como se ve.
Escucho en el telediario que en Cataluña incluyan los autotest en los listados de positivos pero Madrid, gran entusiasta de los test masivos (de nula utilidad como bien argumenta Allyson Pollock,pero de gran utilidad mediática para la demagoga Presidenta madrileña), promueve su uso pero no piensan declararlo como casos. De forma que ante el gran número de contagios y que los criterios de notificación cambian en tiempo y espacio de forma vertiginosa, más lógico sería decir que la incidencia acumulada a 14 días en España es simplemente…mucha.
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