viernes, 21 de abril de 2017

La cultura del despilfarro



“Ustedes caminarán hacia su destrucción rodeados de gloria, inspirados por la fuerza del Dios que los trajo a esta tierra y que por algún designio especial les dio dominio sobre ella y sobre el piel roja. Ese destino es un misterio para nosotros, pues no entendemos por qué se exterminan los búfalos, se doman los caballos salvajes, se saturan los rincones secretos de los bosques con el aliento de tantos hombres y se atiborra el paisaje con exuberantes colinas con cables parlantes. ¿Dónde está el matorral? Destruido. ¿Dónde está el águila? Desapareció. Termina la vida y empieza la supervivencia…”

Si’hal ( Chief Seattle). Suquamish. Carta, 1854.

En el territorio americano situado entre los Grandes Lagos y las Montañas Rocosas, el medio esencial de subsistencia para todas las tribus indias era el bisonte; su vida dependía de él hasta tal punto, que el movimiento del mismo determinaba el desplazamiento de la tribu. No era solo un animal, era aquello que hacía la vida posible, por lo que la gran referencia espiritual para los Dakotas era la Mujer Bisonte Blanco. El bisonte era un recurso limitado y precioso, y por eso en el momento de producirse la caza se seleccionaban única y exclusivamente el número de ejemplares necesario para subsistir durante el invierno: además de consumir la carne fresca en los primeros días, de la carne seca se obtenía tasajo, el tuétano y la grasa se recogía en odres, los tendones se empleaban para fabricar arcos, los cuernos para hacer cucharas, el pelo era tejido y las pieles permitían disponer de vestido, calzado y alojamiento en forma de tepees.
En el siglo XIX se mataron cerca de 40 millones de bisontes en los Estados Unidos; a finales del siglo solo quedaban 750 ejemplares en Yellowstone, masacrados en su inmensa mayoría por el hombre blanco. Éste no tenía especial interés en los productos que pudiera obtener del animal, ni dependía del mismo para su subsistencia. Si nos atenemos a lo que decía el General Sheridan a los tejanos que se preocupaban por la merma en el número de bisontes, su exterminio era una buena táctica para una estrategia mayor, la exterminación del nativo americano: “dejad que los cazadores, maten, vendan la piel y comercien con el búfalo hasta que éste haya desaparecido de la faz de la tierra, pues es la única forma de alcanzar una paz duradera y de que avance la civilización”. Pero además de ello había otra razón importante que explica esa conducta de exterminio: el simple capricho, la falta absoluta de preocupación respecto a la posibilidad de que los recursos algún día desaparecieran. Solo así se entiende la conversión de la caza del bisonte en un medio de diversión en sí mismo: a finales del XIX se llegaban a organizar cacerías en ferrocarril para que los distinguidos cazadores del Este no tuvieran ni que molestarse en pisar el suelo, pudiendo ejercer su macabro deporte desde las ventanas del tren.
La cultura del exterminio de la diversidad natural y del despilfarro en el uso de los recursos no acabó en aquellos trenes del XIX, sino que se incorporó de forma definitiva a la dotación genética de nuestra civilización occidental. El cuestionamiento de las pruebas difícilmente discutibles sobre el cambio climático (salvo para nuestro presidente y el de Estados Unidos) son  muestras de ello.
El sistema sanitario no está exento de esa cultura. Más del 30% del gasto sanitario americano total era considerado por el Institute of Medicine despilfarro en el año 2009.
Al margen del hurto sistemático de dinero público realizadoen la Comunidad de Madrid desde hace más de una década, el descuido con el que se gestionaban dichos fondos por parte de los mismos actores que consideran que lo público es ineficiente por definición, llega al nivel de lo grotesco. La mayor parte de los medios de comunicación se han venido haciendo eco en el último mes del Informe de la Intervención de la Comunidad de Madrid (que sin embargo no es aún público) en el que se describen las múltiples modalidades de despilfarro existente en centros públicos y concesiones administrativas de dicha Comunidad. Un hospital público como el Ramón y Cajal  derivaba a clínicas privadas pacientes por importe de unos cuatro millones de euros, a través de adjudicaciones irregulares, sin acreditar el uso óptimo de los recursos de un hospital que está considerado uno de los de mayor complejidad del país. Otros, como el infanta Leonor pagaba por conceptos que no deberían haber pagado (pago de la parcela, ahorro energético, procedimientos  de los que “no hay constancia de su realización efectiva”) o dejaban de facturar lo que deberían hacer (reparaciones de mal uso del aparataje).
 En Granada, como ya se ha comentado aquí, se implantó un modelo de fusión hospitalaria pese a la oposición de sus profesionales. Ante la protesta ciudadana el gobierno andaluz tomó la decisión hace poco más de un mes de  revertir el proceso de fusión y deshacer todo lo que se había hecho, convirtiendo al hospital quirúrgico que antes fue general en hospital general de nuevo, y al hospital maternal que antes fue traumatológico en hospital traumatológico otra vez. En tiempos en que no hay financiación para partidas esenciales (la atención primaria, como principal ejemplo) no hay límite para satisfacer cualquier petición o capricho hospitalario granadino con tal de mantener la paz social.
El dinero público es invisible. Nadie asume nunca responsabilidad alguna sobre su uso. Si el partido que gobierna precisa de alguna intervención para mantener el poder siempre se encontrarán los recursos que para el resto no existen.
Hasta que un día nos demos cuenta de que nos hemos quedado. Sin sistema público. Sin “bisontes”. Sin nada.

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