miércoles, 11 de julio de 2012

House tenía razón

Acaba de publicarse en Estados Unidos The (honest) truth about dishonesty, el último libro del Dan Ariely, en el que analiza el conocimiento científico existente sobre la deshonestidad en la sociedad actual. Ariely es un conocido investigador sobre la irracionalidad en la toma de decisiones humanas, ahora en la Universidad de Duke. Ariely da la razón a House en su permanete cantinela de que el paciente siempre miente: todos mienten, todos hacemos trampas, y lo que es peor las trampas son una enfermedad contagiosa.
Decidió escribir el libro después de charlar con un amigo suyo, John Perry Barlow, que fue letrista de un grupo de rock hoy un poco olvidado, pero absolutamente irrepetible: the Grateful Dead. Barlow con el tiempo acabó siendo consultor de Enron, la primera de la larga lista de empresas del siglo XXI que llegaron a la cima y acabaron en  la ruina, llevándose por delante a unos cuantos miles de incautos que habían confiado en sus cuentas, avaladas en este caso por la siempre prestigiosa Arthur Andersen. Historia que se ha repetido tanto en esta pasada década que ha acabado siendo aburrida, si no fuera trágica. Lo que le sorprendió a Ariely fue que un amigo suyo, inteligente (aunque de juventud algo turbulenta), que conocía muy bien la compañía hubiera sido incapaz de reconocer ningún signo de alarma en lo que estaba pasando: esencialmente sobornos, trampas, maquillaje de cifras.
El profesor de Duke se embarca en la disección de la conducta deshonesta desde diferentes puntos de vista: el amaño y maquillaje de los datos, lo ciegos  que estamos ante nuestras verdaderas motivaciones, la forma en que nos engañamos a nosotros mismos...
Especialmente curioso es el capítulo que dedica a la trampa como enfermedad infecciosa. En el describe un curioso experimento realizado en Carnegie Mellon University que publicaron hace unos años en Psychological Science y que consistía fundamentalmente en resolver 20 problemas de cálculo matemático; a todos los participantes se les entregaba una hoja de ejercicios junto a un sobre con 10 dólares. Tras realizar el ejercicio los participantes debían quedarse con la cantidad correspondiente al número de ejercicios acertados y devolver el correspondiente a los ejercicios fallados.
Las respuestas del primer grupo (el control) eran chequeadas  tras finalizar el ejercicio; por lo tanto no podían hacer trampas. El segundo (el grupo de la "trituradora") debían chequear sus respuestas con una hoja de respuestas correctas y después destruir su ejercicio en una trituradora: podían por tanto mentir. El tercero, llamado grupo Madoff en honor de tan insigne prócer, tenía entre sus miembros a un “gancho” que a los dos minutos de comenzar el ejercicio (y por lo tanto sin tiempo material para haberlo realizado) gritaba en alto: “eh, profe ya he acabado”. A lo que el profesor respondía: “pues coge el dinero que te toque y vete”.Los que quisieran de este grupo podían repetir semejante comportamiento. 
No es difícil deducir que mientras la tasa de aciertos del grupo control fuera de 7/20, la del grupo de la trituradora fuera de 12/20 y la del grupo Madoff de 15/20. No solo la gente hace trampas si no tiene control, si no que lo hace aún más si el comportamiento que observa alrededor no castiga la trampa. Pero el grupo de investigadores tuvo la duda de si este comportamiento deleznable del grupo Madoff se debía a una simple decisión de coste beneficio ( no me pillan , por lo que me interesa mentir), o a que, dado que muchos se comportaban fraudulentamente, era socialmente aceptable comportarse así. Para ello incluyeron otros dos grupos: en uno de ellos (el grupo de la pregunta), uno de los participantes preguntaba: “profesor, entonces ¿podría decir que he respondido todas y coger todo el dinero?”. A lo que éste respondía: “haz lo que quieras”. En el otro, daban otra vuelta de tuerca, puesto que el que hacía las preguntas en alto, era un estudiante vestido con la camiseta de la universidad rival ( como si el que hiciera la pregunta en Barcelona llevara la camiseta del Madrid, vamos). En el primero de estos casos la tasa de aciertos fue de 10/20 (trampas, pero menos que en el grupo de la trituradora o que el Madoff) y en el de la camiseta rival de 9/20 ( casi como el grupo control).
Los investigadores sacan dos conclusiones: la trampa es contagiosa y aumenta si se observa que el comportamiento de los demás es tramposo, especialmente si es uno de los nuestros.
Tras observar la aprobación de las nuevas e imaginativas medidas del presidente del gobierno, uno comprueba una vez más que el vecino de la mesa de al lado de este experimento gigantesco que están haciendo con nosotros, hace continuamente trampas y nadie le pilla. Que lo que se quita a esos vagos perversos (trabajadores vulgares, funcionarios corruptos,  parados ociosos) se destina a tapar los agujeros de los brillantes banqueros, avispados consultores y entregados políticos. Tenía razón House, todo el mundo miente. Pero el problema es que la mentira es contagiosa.

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