Uno de
los sesgos más habituales que cometemos cuando tomamos las decisiones clínicas de
las que hablábamos en el último post es el llamado sesgo de confirmación, esa
imperiosa tendencia a aceptar y buscar lo que conforma nuestra hipótesis y rechazar aquello que la cuestiona.
No es
un problema exclusiva de la medicina. Uno de los trabajos clásicos en la
materia fue el realizado entre estudiantes de Stanford partidarios o detractores
de la pena de muerte. A ambos grupos se les facilitaron estudios que aportaban
argumentos justificando su implantación o su abolición; un grupo y otro
valoraron como muy creíbles los estudios a favor de su tesis, y como poco
creíbles los que defendían la tesis contraria. Es más, al preguntárseles a los miembros
de cada grupo si habían modificado su posición tras leer los documentos
aportados, todos seguían defendiendo su
posición con aún más energía.
Elisabeth
Colbert, premio Pulitzer en 2015, intentaba hace unos días en The New Yorker encontrar
una explicación a por qué los hechos no cambian nuestra perspectiva. Además de
las referencias anteriores cita el libro de Mercier y Sperber (The enigma ofreason) en el que estos investigadores europeos defienden que la razón es una característica
evolutiva de la especie humana, como la
bipedestación, no tanto necesaria para resolver problemas abstractos o para
sacar conclusiones de datos extraños, como para resolver los problemas
derivados de vivir en grupos colaborativos: “la razón es una adaptación al
nicho hipersocial que los humanos han desarrollado para ellos mismos”.
Si la
razón estuviera diseñada únicamente para hacer juicios certeros no existiría
nada más fallido desde el punto de vista evolutivo: el sesgo de confirmación nos
hace ignorar las evidencias que tenemos ante nuestros ojos; como señalan Mercier
y Sperber si un ratón ignorase las señales de que no hay ningún gato alrededor
pronto se convertiría en plato para la cena.
Sloman
y Fernbach , otros dos investigadores en psicología cognitiva, afirman que los
sentimientos poderosos respecto a las diferentes cuestiones que la vida nos
plantea no dependen de nuestro entendimiento en profundidad del tema, sino más
bien de la forma en que mantener una creencia genera un sentimiento de
pertenencia al grupo.
Tras la
invasión rusa de Crimea en 2014, el Washington Post publicó los resultados de
una encuesta en que se preguntaba a los americanos si Estados Unidos debería
intervenir militarmente en Ucrania: a mayor ignorancia de qué era Ucrania y
donde estaba, mayor respaldo a la intervención. Los más entusiastas con ésta
eran lo que localizaban Ucrania en Latinoamérica o Australia. Aún más grotescos
eran los resultados de la encuesta sobre si Estados Unidos debía bombardear o
no Agrabah: cerca de un tercio de los
votantes republicanos eran partidarios de ello, mientras que solo un 13 %
estaban en contra. Es conocida la tendencia general de un votante conservador a
resolver problemas militarmente, pero lo que no sabíamos es que también creen
que pueden resolver los problemas en reinos imaginarios ( Agrabah solo existe
en la película de Disney de Aladino).
Para
algunos esto es un signo más de la muerte de la expertez, resultado de la
reducción de la asimetría de la información entre legos y sabios que trajo
internet y de la saturación de éste con todo tipo de basuras. Pero por lo que
parece el problema es algo más complicado.
Pensamos
que somos sensibles a los argumentos que
nos presentan a la hora de mantener o modificar nuestra opinión, nuestra
postura, nuestra decisión. Sin embargo somos refractarios a la argumentación
lógica, si cuestiona nuestras ideas. Esta “tara” evolutiva incluso podría tener
una base orgánica. Parece, como señalan Jake y Sarah Gorman, que los
humanos sentimos placer (mediado a través de la secreción de dopamina) cuando la
información encontrada confirma nuestras creencias.
Ante la
pregunta de si eran partidario o no de la reforma de Obama, los encuestados en
un trabajo de Sloman y Ferbach (señala Colbert) respondieron de acuerdo a sus
creencias políticas. Cuando la pregunta en cambio hacía referencia a si estaban
a favor o en contra de un sistema sanitario con un solo pagador y además debían
argumentar qué efectos tendría un modelo u otro, respondieron con menor seguridad
y vehemencia. Para ambos investigadores esto representa un débil rayo de luz en
un mundo de oscuridad.
El que
no se consuela es porque no quiere.
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