Julian
Tudor Hart nunca recibirá el premio Nobel, ni siquiera el del Príncipe o
Princesa o Infanta de Asturias. Sus contribuciones al conocimiento son
vulgares; nunca fue capaz de inventar el LIGO, como hicieron sus últimos ganadores,
acrónimo del que uno sospecha inmediatamente. Tampoco fue obseso del
apasionante mundo de la neurona espejo, ni tampoco es el padre de la célula
madre.
Sin
embargo Tudor Hart no sólo es un científico por su formación y trayectoria sino
por sus contribuciones al conocimiento, no teórico, no experimental, no basado
en ratas y roedores, sino en lo que acontece a personas de carne y hueso y las
comunidades de las que forman parte.
Con su
mujer, Mary, Tudor Hart formaba parte del equipo de otro genio, Archie Cochrane (el de la
colaboración, y biblioteca y revisiones del mismo nombre) en la Unidad de
Epidemiología del Sur de Gales. Pero algo le diferenciaba del resto de sus
colegas: se sentía sumamente frustrado de que al observar los efectos de las
enfermedades en los pacientes que estudiaba, no pudiera hacer nada para no
interferir con el estudio. Para sus colaboradores el método científico y el
acatamiento de sus normas era quien mandaba; para él no. Y así, cambió “unavida de datos por los datos de la vida”. Desde que tomó aquella decisión allá por
1950, dedicó su vida a atender una humilde población en un deprimido pueblo
minero de nombre impronunciable, Glyncorrewg. Reunició a mirar sin intervenir,
pero no a seguir mirando, apuntando, reflexionando y escribiendo.
Su más
conocida contribución al conocimiento científico fue su famosa Ley de Cuidados
Inversos, publicada en Lancet en 1971, donde demostraba que aquellos que más
necesitan la atención y el cuidado sanitario son los que menos la reciben. Pero
esa fue una cuenta en la ristra de aportaciones al conocimiento científico
real, basado en lo que vivían y padecían sus propios pacientes.
En otro estudio, para el que sólo contó apenas con cuadernos y lápices, fue registrando
pacientemente lo que ocurría a su población hipertensa, de edad entre 20 y 40
años, desde el año 1968 al año 1989, 21 años ininterrumpidos. Y lo comparó con
lo que ocurría a un número de controles semejante, no hipertensos, de características
similares. Lo publicó en el BMJ en 1993 con conclusiones claras y precisas: “la
hipertensión bajo los 40 es peligrosa (por los eventos que produce, en
ocasiones mortales), más común en hombre, rara vez producida por causas
secundarias y controlable en medicina general con un enfoque poblacional”.
Como se
mantuvo siempre en el mismo lugar y le preocupaba la situación de su comunidad
a la que se sentía vinculado y responsable, realizó otro gran estudio, también
publicado en el BMJ, en el que comparó el efecto de un enfoque poblacional
basado en el audit y el hallazgo y seguimiento de casos de una población frente
a otra de características similares, en la que no se realizó la intervención mantenida
a lo largo de…¡25 años¡ ( de 1964 a 1987). Y demostró el efecto a pesar de que
todas las condiciones para realizar una intervención de este tipo eran adversas
(falta de personal, de medios, de prioridades políticas).
Sería
interminable y quizá tedioso relatar todas y cada una de las publicaciones de
este hombre entrañable amante del baile y defensor a ultranza del sistema
sanitario público, cuyo conocimiento y clarividencia le llevó a anticipar las
consecuencias de la crisis económica antes de que ésta comenzara ( en su
imprescindible libro The political economyof healthcare). Pero señalaré solo uno más.
Durante 21 años, desde 1964 a 1985,
analizó todas y cada una de las muertes de su cupo, 500 en total, comparando
las ocurridas en los primeros diez años ( 1964-1973) con las del segundo (
1974-1985). Descubrió que el 45% de ellas eran evitables, bien por factores relacionados
con el paciente (59%), el propio generalista (20%) el hospital (4%) ; descubrió
que dos tercios de las muertes de sus pacientes ocurrían en casa, y que en los
últimos años había aumentado el porcentaje de mujeres en situación de
dependencia previa a la muerte permaneciendo estable el de los hombres. Tituló
aquel trabajo “se tu propio forense”. Una muestra de rendición de cuentas real
(no del acreditable por agencias de acreditación burocráticas). Una
recomendación, sugerencia o mandato que probablemente nadie siga y a nadie
interese.
La investigación
que importa en Atención primaria es ésta, como la de Howie o Bridges-Webb. La
que integra la atención con la medición del efecto de esa atención. No la del
efecto del último hipolipemiante, la del número de pacientes estratificados o
del cumplimiento de estándares de una agencia que lo mismo acredita
profesionales que mangueras de campo.
Ahora
que comienza a producirse la jubilación (y el correspondiente relevo
generacional) de los que comenzaron la tan afamada reforma de la Atención
Primaria en aquellos años 80, cabría preguntarse cuantos de ellos serían
capaces de aportar,sobre sus propios cupos, información similar a la que aportó
Tudor Hart. Y para realizar la cual no se necesitan de forma imprescindible ni proyectos FIS,
ni becarios entrenados, ni otras condiciones que a menudo no son más que excusas para justificar el no hacer lo que
debemos y podemos hacer.
Aunque no nos lo manden, ni los lo permitan
Aunque no nos lo manden, ni los lo permitan
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