“La muerte (o su alusión) hace preciosos y
patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su condición de fantasmas; cada
acto que ejecutan puede ser el último; no hay rostro que no esté por
desdibujarse, como el rostro de un sueño. Todo, entre los mortales tiene el
valor de lo irrecuperable y lo azaroso. Entre los Inmortales en cambio, cada
acto (y cada pensamiento) es el eco de otros que en el pasado le antecedieron…nada
puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario”.
El
Inmortal ( El Aleph). Jorge Luis Borges.
Escribía
Schopenhauer que por encima de los 90 años se acaba la vida por eutanasia, “mueren sin enfermedad, sin apoplejía,
convulsión o estertor, hasta sin palidecer, las más de las veces sentados,
generalmente después de la comida. Sería más exacto decir que no mueren, sino
que dejan de vivir.”
Lo
citaba Bauman en uno de los mejores libros escritos sobre la Muerte titulado Mortalidad, inmortalidad y otras estrategias
de vida, que había publicado en 1992, cuando aún no había cumplido los 70.
Anteayer el escritor polaco no murió sino que más bien dejó de vivir, dejándonos
en cierta forma huérfanos, como nos había dejado Berger solo una semana antes. Mal
pronóstico para un año que tan mal empieza.
En
aquel libro, esencial para entender cómo ha cambiado socialmente la idea de la
muerte y su significado, llegaba a escribir que la práctica médica había
declarado ilegal la “muerte natural”: “la
muerte sin causa aparente trastoca una visión del mundo que divide la
mortalidad en una multitud de hechos puntuales, cada uno con su causa, con una
causa que puede prevenirse”.
Como
escribía Ruth Menahem “la muerte se percibe
como algo que viene de fuera; uno no muere, sino que algo lo mata”. La
muerte pasa a ser por tanto responsabilidad del muerto (culpable en cierta
forma, por no cuidarse y examinarse adecuadamente) y también del médico (incapaz
de utilizar las herramientas y destrezas necesarias para evitar todas y cada
una de esas pequeñas parcelas en las que la muerte se ha deconstruido). Ésta dejó
de ser ineludible para convertirse en una señal de inculpación: “no es una
fenómeno natural y necesario, es una derrota, una empresa perdida”.
Y así,
la vida se ha acabado convirtiendo, para
Bauman, en una guerra, una permanente batalla contra las causas de la
muerte;una batalla continua, pero que con tiempo y dinero suficiente podremos
ganar: ministros y consejeros, brillantes cirujanos y expertos de universidades
de élite prometen nuevas técnicas, procedimientos y fármacos en la frontera de
la imaginación (hoy sin ir más lejos el Director de la Organización Nacional de
Trasplantes informaba de que España había batido dos nuevos records mundiales
en la materia, como si ésta fuera una disciplina olímpica).
Escuchar
el embeleso con el que los, en otros casos, inquisitivos periodistasradiofónicos, escuchan embobados cómo rutilantes “científicos” despliegan su
variado catálogo de baratijas y cuentas de colores (de la criogenización a la
genómica pasando por el big data) ante los nativos ( eso sí, digitales), es una
buena muestra de hasta qué extremo ha llegado este proceso de deconstrucción de
la muerte, de extrañamiento de un proceso que hasta hace relativamente poco
formaba parte consustancial y normal de la vida.
Escribía
Bauman: “ En un mundo que sopesa la valía
del ser humano por su saber hacer, por la eficiencia y la eficacia de la
acción, el no poder hacer nada nos produce vergüenza”. Así , lel moribundo
ha ido desvaneciéndose, puesto que no requiere “ninguna acción que se ajuste a
una tarea”. En su lugar emerge el terminal, un sujeto sobre el que sí es posible
intervenir farmacológica y técnicamente, a través de lo que él llamaba “especialistas
armados de credenciales científicas”
Las
viejas costumbres de escuchar el relato final, de tocar y acariciar, sobre todo
de mirar son consideradas muestras de ese “no hacer nada”. A este respecto Iona
Heath comentaba en su Matters of life and death la preocupación de un amigo con
la atención por parte del médico que le atendía a un familiar moribundo: no por
lo que hacía o dejaba de hacer, sino por el simple hecho de que no le miraba.
Para
Bauman la percpeción de la muerte hace que la vida tenga sentido; muestra la
vacuidad de ésta obligando a llenar ese vacío. Ël lo llenó sobradamente antes
de “dejar de vivir”.
Dejándonos
a su vez un inmenso vacío.
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