Hasta finales del año pasado Shannon Brownlee y Jeane Lenzer eran dos respetadas expertas en el ámbito de la política sanitaria y la salud pública, la primera como Vicedirectora del Instituto Lown en Boston ( que incluye exprtos independientes de la industria), y la segunda como colaboradora del BMJ. Todo eso cambió al publicar en Scientific American dos artículos (Las Guerras científicas del Covid y El asunto Ioannidis) en el que describían el sinsentido al que había llegado buena parte de la comunidad científica comportándose como hooligans de bar, la más florida de cuyas ocurrencias fue la de convertir el debate respecto a las medidas no farmacológicas ante la pandemia en listados de adhesiones ( el famoso pugilato entre John Snow Memorandum y la Great Barrington Declaration de la que ya escribió GD Smith y del que ya hablamos aquí). En el segundo de sus artículos describían el proceso de acoso y derribo de John Ioannidis, también hasta el año pasado uno de los científicos más influyentes y respetados del mundo, y autor de uno de los trabajos más citados de la historia de la ciencia. El pecado del investigador de Stanford fue cuestionar tanta los datos que inicialmente fueron apareciendo, como la efectividad y los daños derivados de medidas radicales como los confinamientos poblacionales (lockdown). Brownlee y Lenzer señalaban que el cuestionamiento de las tesis de Ioannidis no se produjo de la forma que debería producirse en el entorno científico (mediante datos y argumentaciones) sino mediante descalificaciones, insultos y amenazas, hasta el punto de acusarle de seguidor y asesor de Trump por el simple hecho de cuestionar la “verdad oficial”.
A raíz de este último trabajo Brownlee y Lenzer cayeron en desgracia: Scientific American, más papista que el Papa, se puso estupenda, y contradiciendo lo que debería ser una revista científica pasó a censurar, mutilar y corregir de forma escandalosa el trabajo de ambas sin darles en ningún momento la opción de réplica, acusándolas de no haber reconocido el “grave" conflicto de interés que ambas escondían: el haber escrito un trabajo en que Ioannidis también figuraba de autor. Y para más escarnio mantienen el artículo de Brownlee y Lenzer con las tachaduras bien visibles, como los maestros antiguos que dejaban a los alumnos cara a la pared con orejas de burro. Por si fuera poco Brownlee ha sido expulsada del consejo asesor de Undark y las posibilidades de que vuelvan a escribir allí son más que remotas.
Sobre esta patética realidad escribieron hace unas semanas en el blog del BMJ, Jerome Hoffman ( profesor emérito de la Escuela de Medicina de UCLA), Iona Heath( antigua Presidenta del Royal College of General Practitioners) y Luca de Fiore (antiguo Presidente de la Associazione Liberati, afiliada a la Cochrane). Lo titulan “una súplica abierta por la dignidad y respeto en ciencia”. Parten de un hecho cierto para mucho de nosotros, aunque no para todos: en una situación como la actual, con millones de infectados y muertos, por covid-19 y también por otras enfermedades, con graves efectos en la salud, la educación y el bienestar de las personas, sigue habiendo un gran número de interrogantes sobre la pandemia, y la mejor forma de combatirla. E inevitablemente siguen existiendo controversias respecto a la interpretación de la información hasta ahora existente. Sin embargo en lugar de dirimir estas diferencias de la forma en que debería hacerlo la verdadera ciencia, se acaba señalando al que cuestiona las medidas mayoritariamente implantadas como sospechoso de no comprometerse en la defensa de la salud pública. Y como bien señalan, va en contra de la propia ciencia establecer el debate en una dicotomía radical, recordando que existe un amplio abanico de grises entre los confinamientos radicales y el laissez faire absoluto.
Los autores reconocen los beneficios en la reducción de casos que pueden tener las medidas de confinamiento; pero también sus riesgos; así señalan: “ Una estricta política de restricción social probablemente podría salvar al menos algunas vidas, disminuyendo la expansión del virus. Pero también podría producir un daño no trivial, debido a las concomitantes consecuencias económicas (y psicológicas). Es importante reconocer que tal daño podría ser no solamente económico, sino que podría implicar un aumento de la mortalidad, tanto derivada del suicidio como de homicidios causados por la desesperación y los efectos derivados de la severa deprivación económica. Los efectos de políticas de confinamiento estricto han sido descritas como transferencias de riesgo de los ricos a los pobres (no solo porque éstos pueden tolerar en mucha menor medida las pérdidas económicas, sino porque son los que con frecuencia se ven forzados a continuar trabajando en circunstancias en que se ven mucho más expuestos al virus), y de los viejos a los jóvenes, los más vulnerables a los daños derivados de la falta de socialización y la restricción de las actividades educativas”.
Y respecto a ese falso dilema señalan: “No entendemos como esta cuestión puede ser considerada como una elección entre dos caras, de las cuales solo una es correcta”. Es más, en el momento actual, nadie puede asegurar que respuesta es la correcta con completa precisión y seguridad, como se sigue comprobando con respecto a uso obligatorio de mascarillas, confinamiento o vacunas. Se precisa como recomiendan Hoffman, Heath y de Fiore, un debate desapasionado, a partir de datos como la prevalencia, la letalidad, infectividad y consecuencias a largo plazo. Justo lo contrario de lo que domina hoy en todas las cadenas de televisión, radio o redes sociales.
“La opinión razonada de verdaderos expertos (aunque se equivoquen) no supone pseudociencia alguna” señalan los autores. Y no merecen ser insultados, atacados o censurados los que discrepan de la opinión mayoritaria.
Los autores de este artículo salen en defensa de Ioannidis, Brownlee y Lenzer, tres personas con trayectorias profesionales impecables: “la obvia ironía de esto es a la vez sorprendentes y decepcionantes. Lenzer y Brownlee son atacadas por escribir un artículo que nos interpela para evitar atacar a alguien porque tiene una posición impopular”. El daño que esto genera, apostillan, no es en modo alguno comparable al que la Covid-19 produce; pero a quien más deteriora es la propia comunidad científica.
Como ironía, su trabajo termina con la declaración de “conflictos de interés” con los tres autores mencionados (Ioannidis, Brownlee y Lenzer), incluido el que uno de ellos charló con Ioannidis un par de veces en un congreso. Siguiendo con el absurdo, yo también reconozco haber escrito un capítulo en un libro en el que él también escribe (aunque estoy seguro que no sabe que existo). A este nivel de despropósito estamos llegando.
Gracias Sergio por el post. El pensamiento único hegemónico ha llegado tambien a los ámbitos académico profesionales y será un estigma mas a superar luego de esta "Sindemia". Otro factor mas para pensar en este fenómeno que estamos atravesando, que no es una Pandemia, ni un problema de salud publica. Es algo mas grande. Miguel
ResponderEliminarAhora en podcast este post de Sergio ( con algunos problemas técnicos, por los que me disculpo): https://gtp4uy.wordpress.com/2021/04/16/bullying-cientifico-por-sergio-minue/
ResponderEliminarGracias !!
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