El
comentario final de Abel Novoa en su largo, denso, y extraordinario post sigue dándome
vueltas por el cerebro, por lo que no me queda más remedio que intentar vaciar
el absceso cerebral que generó.
Escribe
Abel: “¿Está acabando la tecnología con
la medicina? Depende. Si hay profesionales reflexivos y democracia del
conocimiento, será algo más difícil que la tecnociencia acabe con la medicina”.
La
cuestión es compleja, puesto que, en mi opinión, supone nadar contracorriente,
incluso subvertir los propios principios de lo que clásicamente ha definido la
innovación y su forma de difusión.
En su
Difusión de Innovaciones, Everett Rogers definió una taxonomía del
comportamiento de las personas frente a una innovación que se convirtió en
clásica (va representada en el gráfico adjunto). La distribución de los
individuos frente a a la adopción de la innovación dibuja una curva de
distribución normal.
En el
extremos izquierdo figura el reducido grupo de los “innovadores”: apenas
representan el 3%; se caracterizan por su audacia. Siempre preocupados por
probar lo nuevo, lo diferente e incluso extraño, juegan un papel de porteros en
el flujo de ideas en un sistema ( eso escribe Rogers, al menos)
A
continuación de ellos, los adoptadores precoces suponen ya cerca del 15% de las
organizaciones y juegan un papel crítico: a él suelen pertenecer los líderes de
opinión de la profesión; mucho más integrados socialmente que los “frikis”
innovadores influyen con su conducta lo que realizarán los demás, a la manera de los ñus en la migración al
Masai Mara.
La
mayoría precoz (35% aproximadamente) es fundamentalmente deliberativa, y se
piensa mucho antes de hacer ningún cambio y adoptar una nueva idea. Cumplen la
máxima de Alexander Pope: “ no ser el primero en ensayar lo nuevo, ni el último
en dejar lo viejo detrás”.
Los
escépticos de la mayoría tardía deben , como Santo Tomás, meter el dedo en la
llaga para confirmar que existe. Sólo cambian cuando se ven obligados a hacerlo
Los “laggards”
tienen una difícil traducción: podría ser la de rezagados pero mi amigo José
Francisco García Gutiérrez los denominaba “samueles”, una denominación injusta
y ofensiva para todos los samueles que son cualquier cosa menos rezagados. La elección
de tal nombre veía motivada porque el que siempre se opinía todo en su centro
de salud así se llamaba.
Los “laggards”
son minoritarios, y a menudo las organizaciones se obsesionan con ellos,
basado en la errónea idea de que todos los miembros de la misma deben comulgar
con cualquier planteamiento que se pretenda implantar. Tal y como señala la
teoría sobre innovaciones , la mejor actitud con este tipo de comportamientos
es dejarles vivir en paz, procurando a la vez que su resistencia no impida los
avances del grupo.
Pero volviendo
a las preguntas de Novoa: el problema aparece cuando, por primera vez, lo que
se pretende es conseguir un cambio, diseminar una idea, hacer triunfar una
innovación que va contra la misma naturaleza de lo que , tradicionalmente, se
ha considerado una innovación.
Lo que
se pretende es precisamente lo contrario, conseguir que triunfe una “innovación”
que a lo que aspira es a salvaguardar a la medicina de su “colonización” e
incluso destrucción por la propia tecnología ( en el sentido en que la describe
Novoa).
No es
tarea fácil. Y subvierte los propios fundamentos de la clasificación de Rogers.
Porque en este caso los innovadores ( como Novoa) serían los que defienden la
recuperación de una clase de medicina libre de la mediatización tecnológica,
lejana paradójicamente a la adopción inmediata de cualquier “innovación”. Y los
“laggards” no serían los que se oponen a la adpción de cualquier novedad (
diagnóstica, terapéutica, tecnológica en definitiva) sino más bien al
contrario, los que precisamente se sitúan como los primeros que abrazan
cualquier nuevo “gadget”.
Quizá
la clave de la cuestión está una vez más en los adoptadores precoces, los
líderes de opinión de nuestra profesión. Y ahí es donde está la clave de la cuestión. Muchos de los líderes de opinión de la medicina familiar y la Atención
Primaria sufren una curiosa forma de síndrome de Estocolmo consistente en
pretender diferenciarse de los especialistas de hospital mimetizando su comportamiento:
la contaminación por el enfoque centrado en enfermedades y no en enfermos, por
exigir permanentemente el acceso a la última tecnología como medio de mejorar
su capacidad de resolución, o de prescribir los fármacos de última generación (
para no ser menos que sus colegas hospitalarios) son mayoritarias entre los que
determinan, con su comportamiento y opinión, lo que luego aplican las dos
mayorías, la precoz y la tardía.
La medicina
de familia podría encontrar parte de su lugar perdido convirtiéndose en la
punta de lanza de una innovación paradójica: una innovación “anti-innovativa”,
la de controlar la aplicación desmedida de ésta.
Por eso
la respuesta es, en definitiva, la que decía Abel: dependerá de la victoria o
derrota de profesionales reflexivos.