“Aunque uno no se libre de las servidumbres inútiles, y evite las desgracias innecesarias, aún le quedarán por vivir esa larga serie de sucesos que son los que de veras ponen a prueba la fortaleza del hombre: las enfermedades incurables, la muerte, la vejez, el amor no correspondido, la amistad traicionada, la mediocridad de la vida (menos extensa que nuestros proyectos y más aburrida que nuestros sueños), en definitiva, todos los males causados por la naturaleza divina de las cosas”.
Memorias de Adriano. Marguerite Yourcenar.1951.
Ayer día 29 de septiembre, Iona Heath, a quien la medicina de familia nunca podrá estar suficientemente agradecida, dio una extraordinaria conferencia en el Consell Insular de Menorca sobre El amor y la muerte en tiempos de Covid-19, y a la que se puede acceder en este enlace.
Los sistemas sanitarios no hablan de amor; deben considerarlo algo impropio de su seriedad e importancia. Pero el amor está presente, de forma implícita en muchas de las decisiones que se toman a diario en los servicios sanitarios. Parafraseando a Franklin D Roosevelt, Iona Heath señala: “El valor no es la ausencia de miedo, sino la evaluación de que algo es más importante que el miedo. Y estoy proponiendo que ese “algo más” es el amor”. Amor que entregaron sin reparar en riesgo, de forma inconsciente, la gran parte de profesionales que enfrentaron la pandemia cuando buena parte de la población se refugiaba en sus casas.
Iona señaló en su charla un aspecto que suele hurtarse en los análisis realizados sobre la pandemia. Un aspecto incómodo, que la hipocresía dominante, en especial en sectores políticos y sanitarios, convierte en otro inmenso “elefante en la habitación”, y que tiene que ver con el sacrificio de toda una generación por el hipotético beneficio general. Al menos en Reino Unido (ya sabemos que evaluaciones independientes se evitan expresamente en nuestro sistema), la edad promedio de muerte relacionada con Covid-19 fue mayor que la esperanza de vida promedio, cifrada en 81,52 años. Recordando la novela de Rosie Hogarth escrita por Alexander Baron (“Los jóvenes pueden morir, pero los viejos deben hacerlo. Eso es lo último por lo que llorar”), Heath tiene la valentía de considerar que con el propósito de minimizar la posibilidad de que alguien pudiera morir, en los últimos dos años y medio los gobiernos han utilizado deliberadamente el miedo como una herramienta de salud pública para obligar a las personas de todas las edades a comportarse de una determinada manera que tenía graves consecuencias en otros sectores de población, especialmente los más jóvenes, la que más expectativas tiene por delante, pero menos capacidad de influencia.
Las estrategias de confinamiento tuvieron graves consecuencias en la salud, física, social y mental en la población infantil, incluido efectos evidentes en el maltrato y abuso infantil. Como señalaba Bernadka Dubicka Chair of Child and Adolescent Faculty of the Royal College of Psychiatry, “Como psiquiatra de primera línea, he visto el efecto devastador que el cierre de escuelas, las amistades rotas y la incertidumbre causada por la pandemia han tenido en la salud mental de nuestros niños y jóvenes”. Heath alerta de la importancia de estar atentos a los efectos que tendrá la pandemia de 2020 en la generación que atravesó su infancia y adolescencia en estos años.
Paralelamente, aquellas medidas de confinamiento destinadas a preservar la vida, implicaron en los más mayores el aislamiento en sus domicilios, privándoles del contacto y calor humano en los últimos años de sus vidas, incluso por parte de los profesionales, obligados a reemplazar el tacto por la consulta a distancia: “Sin el contacto íntimo con los pacientes yo no querría hacer la medicina de familia” señaló Iona.
Dicha política de aislamiento llegó a su máximo grado de deshumanización con la prohibición de acompañar a los pacientes en su agonía, o de poder ser enterrados y velados de forma mínimamente humana, con la carga correspondiente de culpa que eso supone para sus seres más cercanos.
El discurso omnipresente en todos los países del mundo, desde Oceanía a América, ha sido el de que todas y cada una de las medidas, restricciones y prohibiciones realizadas por sus respectivos gobiernos se han realizado “siguiendo a la ciencia”, como señala Iona. Una perfecta coartada a la que han contribuido en buena medidas parte de esos “científicos” y expertos que, con muy escaso fundamento, se erigieron en jueces y policías de la vida de los demás.
Como escribía Yourcenar nunca podremos evitar los males generados por la naturaleza divina de las cosas. Y menos aún deberíamos poner en riesgo el futuro de los que comienzan a vivir intentando evitarlos. Como señaló Iona Heath citando al escritor australiano Richard Flanagan:
“Hubo nacimiento y hubo amor y hubo muerte, y solo hubo estas tres historias en la vida y ninguna otra, pero también hubo este ruido, este interminable ruido que confundió a la gente, haciéndoles olvidar que solo había nacimiento y amor y que todos y cada uno murieron”.
La gestión de la pandemia estuvo permanentemente mediatizada por ese interminable ruido que tanto confundió a la gente.