Conocí a un tipo en República Dominicana que medía el tiempo en Mundiales de fútbol. Un día, tras conversar sobre los partidos más memorables que habíamos visto me dijo: “porque a fin de cuentas, ¿cuántos Mundiales me quedan? ¿ Cuatro, cinco a lo sumo?” Nunca pensó que viviría la experiencia de ver a España ganar un Mundial. Como se que sigue vivo , me alegra saber que vio cumplido un sueño.
Pienso en él mientras leo Mi tabla periódica, un maravilloso
artículo de Oliver Sacks, el neurólogo que hizo célebre al tipo que confundió
su mujer con un sombrero. La unidad de medida de Sacks no son los Mundiales,
sino la Tabla periódica: convierte los años en elementos, de forma que deduce
que se encuentra en el año del Plomo ( el elemento 82). Sacks sufre un cáncer con
metástasis hepáticas, y duda mucho de que pueda llegar al Bismuto ( el elemento
83). Ni pensar en acercarse al
peligroso Polonio ( el elemento 84), y queda descartado definitivamente
el lejano planeta de Torio ( 90), tan hermoso como el diamante.
Sacks es consciente de que le queda poco tiempo. Lo sabe
desde principios de año. No protesta, maldice ni se queja. Por el contrario
agradece haber podido disfrutar de una vida buena, tener el privilegio de ser
de los afortunados a los que el destino premió con la conciencia de pasar una
temporada en la Tierra: aprendiendo, descubriendo, sufriendo, envejeciendo,
amando… La visión de un “cielo salpicado de estrellas” ( como el verso de
Milton) le hizo consciente de que la vida ( su vida) se apaga. La muerte asoma
su sombra por detrás de la puerta, demasiado presente como para ignorarla. Y
esa presencia es un estímulo para apurar los últimos sorbos de la copa de vino,
recordando todo lo bueno que la vida le dio.
Por desgracia no enseñan como tener una Buena Muerte en los programas
educativos. Tampoco en los Telediarios de fin de semana, en los que se la
arrincona y menosprecia, engañando a los incautos con falsas promesas de
inmortalidad y eterna juventud. El mensaje omnipresente es que uno debe ser
siempre joven y no serlo, una
infinita desgracia: triste realidad la del treinteañero, nefasto futuro el del
cincuentón.
En este escenario, la experiencia de la muerte se esconde,
como algo que genera desagrado y vergüenza. Una vez más es John Berger el que ,
nadando a contracorriente, dinamita todos los tópicos al uso. Tras la muerte de su mujer Beverly el
pasado año publicó Flying Skirts , Falda volandera, la forma cariñosa con
la que se refería a su mujer (
traducida en España con el título de Rondó para Beverly) . Un librito mínimo de 50 páginas, en
el que su hijo Yves pone las ilustraciones, y en el que reflexiona en voz alta
sobre la experiencia de la pérdida. Sin lamentos, cursilerías ni esperanzas en
ningún más allá. Pero en el que, paradójicamente, uno encuentra sentido al
hecho de envejecer, sufrir, y morir. Y en el que el amor (esa palabra tan maltratada ) no es dependiente de
cuerpos jóvenes ,sanos y hermosos.
“ Cuando estabas acostada de espaldas sin poder moverte
porque el dolor te atenazaba, cuando lo único que podíamos hacer para
amortiguarlo era darte otra dosis de morfina o de cortisona o recolocar los
almohadones debajo de tu cuerpo, cuando ya no podías levantarte para comer y
solo podías beber por medio de una pajita , cuando solo te podíamos alimentar a
bocaditos, siempre con la misma cucharilla, una que tenía un mango que te
gustaba, cuando había que lavarte seis veces al día, cuando ya solo orinabas o
defecabas en pañales, cuando te frotábamos los talones o los codos para evitar
que te salieran escaras, estabas incomparablemente bella. Y esa belleza
incomparable emanaba de tu valentía”.
Estremece leer a Berger describir como un naturalista los
lentes que acaba de recoger del óptico, cuando ya nunca se colocarán delante de
los ojos que ama. Y comprobar, una
vez más, que es la música la que nos forma y conforma, la que traerá nuestro
rastro cuando ya no estemos:
“ Te fuiste hace cuatro semanas. Anoche volviste por primera
vez. O para decirlo de otro modo, tu presencia sustituyó a tu ausencia. Estaba
escuchando una grabación del Rondó número 2 para piano de Beethoven. Durante
casi nueve minutos, por lo menos, fuiste ese rondó, o ese rondó se convirtió en
ti, Contenía tu levedad, tu persistencia, tus cejas arqueadas, tu ternura”.
Es difícil encontrar más amor, más belleza. Y más verdad.
( Ilustración de Yves Berger).
( Ilustración de Yves Berger).
Cuesta trabajo comprender cómo el ser humano ha desechado la muerte como compañera, qué vanidad insufrible le persigue, qué egoísmo de estar vivo, cuánta ignorancia nos condiciona.
ResponderEliminarHallar tu artículo, me reconforta. Me reconcilia con lo que soy. Gracias.
Muchas gracias Sofía.
ResponderEliminarTu comentario me reconcilia a mi también con lo que deberíamos ser y no somos
Gracias
Descubrí a Oliver Sacks hace pocos meses.
ResponderEliminarLeí algunas de las entrevistas que le hicieron. Y, a raíz de ellas, descubrí su hermosa colección de casos “El hombre que confundió a su mujer con un sombrero”, en donde se muestra el valor clínico de la mirada fenomenológica, en claro contraste con la estupidización del formulario informatizado en que se está convirtiendo la historia clínica.
Cuando uno es joven, Torio queda lejos y Fermio más aún, pero ahí están. Sean latidos o respiraciones, el número de nuestros períodos biológicos es finito. Pero lo importante no es la longitud del camino, sino lo que en él se encuentra y se hace.
La muerte es el límite que confiere valor a la vida, llena de momentos eternos y de otros que no lo son ni tienen por qué. Llegamos desde la vida de otros, nos sostenemos en la vida de muchos que ya no están y que nos legaron grandes avances y enseñanzas. Y, si vivimos la vida buena, la eudaimonía, podremos hacer algo, por muy poco que sea, para que otros, incluso aun no nacidos, sean beneficiados. No es poco sentirse integrado en el flujo de la vida, en ese gran río inconcebible sin la muerte.
El admirable escritor François Cheng tiene un excelente libro al respecto, “Cinco meditaciones sobre la muerte”. No conozco ningún texto que sea tan poéticamente vital.
Con la muerte se acaba el tiempo; con ella, la vida, que es temporal, adquiere sentido.
Se confunde tiempo de vida con tiempo de duración biológica. Los descabellados sueños de los transhumanistas persiguen una inmortalidad tecno - científica que parece terrible. ¿Quién, si lo pensara en serio, querría ser inmortal? Ni siquiera la creencia en la resurrección es propiamente creencia en otra vida que prolonga ésta, ni en un más allá claramente distinto, como forma de inmortalidad. Es algo muy diferente esa fe porque, con la muerte, aunque uno no acabe desde la creencia, sí que acaba su tiempo.
No es descartable que tanta obsesión enfermiza por permanecer joven y por alargar el tiempo de (no la vida misma) responda, en realidad, a lo que parece más alejado y es tan íntimo como la pulsión de muerte. Desde el Eros, no se piensa en la muerte. Si se es libre, ese pensamiento es fútil, como indicaba Spinoza. Ya vendrá cuando sea y, si hemos vivido, vivos estaremos. Y todo estará dicho.
Como suele ocurrir contigo Javier. el comentario complementa, enriquece y mejora el post.
ResponderEliminarYa describía Borges en el Inmortal las escalofriantes consecuencias de la inmortalidad. Más tiempo , ¿para qué si no hemos sabido aprovechar el que tuvimos cuando debimos hacerlo y no lo hicimos?