Mi colega y amiga Viviana Martínez-Bianchi, Directora de la Residencia de Medicina de Familia en la Universidad de Duke ( Carolina del Norte) me envía este comentario. Creo que merece la pena compartirlo:
Leo con
emoción las historias que cuentan. He sido Pilar y he sido Maxi. Recuerdo
cuando llegué a trabajar a una ciudad rural del estado de Iowa en EEUU. Yo era
la única mujer de un grupo de 7 médicos de familia.Después de hacer la
residencia en la University of Iowa había conseguido ese trabajo a través de un
plan del gobierno estadounidense que me permitía quedarme en el país si me
comprometía a dos años de trabajo rural o en comunidades con carencia de
servicios médicos.
El día que
llegue al trabajo ya tenía la lista completa, era tal la necesidad en este
pueblo de 22.000 habitantes, con un área de influencia de 110.000 personas en
dos estados y zonas (rurales e industriales) de las dos veras del rio
Mississipi. Mis pacientes me traían comida, productos de sus huertas, carnes de
venado cazados en los bosques de la zona; querían asegurarse que estuviera
bien, algunas mujeres se sentían identificadas con su primera doctora mujer, y
familias hispanas no podían creer la suerte de tener a alguien que hablara la
misma lengua y que entendiera algunos de los aspectos casi enfermantes del ser
inmigrante: La falta de documentación, el miedo a la migra, el estrés de la
distancia al primer hogar.
En un par de
años era la que hacía más partos, la que veía más adolescentes, la que
participaba de todas las cirugías que mis pacientes necesitaban; había
aprendido las dificultades del trabajo de campo, y al igual que mis colegas, diagnosticaba
infartos llegados desde la cosecha, hombres anginosos luchando en esos veranos
tan cortos e inviernos de tundra, en donde había que labrar, plantar y cosechar
aun de noche, exigiéndole a la tierra y exigiéndose a sí mismos.
También
recuerdo el día en que una paciente ya entrada en años me preguntó, "Y
usted doctora, ¿cuándo se va?, aquí nunca quedan las almas jóvenes e inquietas,
de aquí salen bien formados a intentar cambiar el mundo".Esa paciente
había sabido reconocer mi inquietud y la de colegas previos que ya se había
ido, ella también había sabido reconocer cuanto crecemos y cuanto aprendemos
cuando llegamos a algún pueblo recién salidos de los años de facultad y
residencia.También recuerdo mi sensación al escucharla, vulnerable al ver que
reconocía mi propia necesidad de cambio y vuelo a un nuevo lugar. Vulnerable
porque yo sentía que irme era una traición a este pueblo que me había recibido
con tanto amor.
El gobierno
y contrato exigían 2 años y me quedé 5 porque me enamoré de la gente, de la
longitudinalidad, de crecer con ellos. De ser parte de un pueblo con
identidades diversas, de ser la doctora del dueño del banco y del empleado de
su limpieza. De poder darle respeto al ser hispano –mi pueblo no había conocido
antes a un hispano con educación formal, y me di cuenta de que comencé además a
ser un modelo, que los padres traían a sus hijos a que vieran que se podía
llegar a ser doctor aunque uno se apellide Martínez. Que en una sociedad
dividida entre blancos y “marroncitos”, yo podía cruzar la calle de las dos
veredas y ayudar a que se acerquen. Que el respeto que mis pacientes blancos le
tenían a su doctora lograba la oportunidad de respetar a los miembros de la
nueva ola inmigrante a ese pueblo a la vera del rio Mississippi. En ese pueblo
aprendí a ser miembro de un equipo de cuidado de salud bien organizado, conocí
a Leslie, mi primera y más querida enfermera, con la que pasé horas largas, la
que me enseñó a organizarme y que fue mi mano derecha sin dejarme salir del
consultorio al final de cada día sin contestar cada llamada de mis pacientes. Leslie,
la que apuntaló mi éxito como joven doctora de familia.
Pero hablábamos
de longitudinalidad. Un día me fui. Tuve que irme. Necesitaba un espacio
académico. Pasé por una residencia comunitaria, y después de años de inviernos
terribles me atrajo el calorcito del Sur. Y en la Universidad de Duke tengo el
trabajo en el cual he durado más tiempo, 9 años. Y soy la directora de la
residencia que había soñado. Aquí mi impacto en un grupo de pacientes es menor
porque no tengo tanta carga horaria de cuidado directo. Pero el impacto es
distinto, a través de la formación de nuevas generaciones cada año de graduados
de la residencia de Medicina de Familia, que serán Maxis, y Pilares, Rafaeles,
Manueles, Raules, Juanes, Josés y Sergios. Que irán a trabajar a distintos
lugares y que lograrán conocer más a sus comunidades porque están formados así:
con la intencionalidad de la inserción comunitaria; con la idea de que para
entender hay que preguntar, hay que tener la humildad de reconocer lo que no
conocen, tanto de medicina como de los determinantes de salud de cada lugar;
entendiendo de abogacía, y de la importancia de meterse en política cuando las
leyes locales, estatales y nacionales así lo requieren, viendo a la medicina
familiar como un vehículo de salud, comprometidos con la justicia social.
Médicos de familia que agregarán espacios profundos de reconocimiento e
introspección, conexión e interacción personal a la linealidad y
longitudinalidad del tiempo.
Qué maravilla de testimonio. ¡Gracias!.
ResponderEliminarGracias a ti, y a Viviana
ResponderEliminarGracias por compartirlo, realmente me ha emocionado!!
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarGran experiencia,gracias por compartirla,la difundo en Chile
ResponderEliminarUn abrazo a ambos
Sergio, muchísimas gracias por este reconocimiento. Son tantas y tan hermosas las historias de la Medicina de Familia... Debemos seguir movilizándonos y no callar ante injusticias, necesidades, e inequidades. Todas son determinantes mayores de la mala salud de nuestros pueblos.
ResponderEliminarNecesito revivir esta historia, en un momento en que duelen las acciones del gobierno actual. La saco a tweeter de nuevo
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