De Donald Berwick hemos hablado numerosas veces en este
blog. Impulsor del Institute for Healthcare Improvement ( creado con la
intención de ayudar al rediseño de los sistemas sanitarios), máximo responsable
durante el primer mandato de Obama de los servicios de Medicare y Medicaid (
cargo que tuvo que acabar abandonando ante la oposición frontal de los
republicanos, quien le consideraban un “rojo” confeso, por su defensa del
National Health Service británico) y asesor en los últimos años en materia de
calidad de éste ultimo servicio, es reconocido como uno de los más reputados
expertos en la mejora de los sistemas sanitarios, se esté de acuerdo o no con
lo que predica.
Hace ya unos meses escribió en JAMA un comentario sobre lo
que llama la Tercera Era de la Medicina y de la Atención Sanitaria.
Para él, la Primera Era (en la que se sentaron los cimientos
del modelo de medicina que hoy conocemos), estaba basada en el profesionalismo:
enraizada en el juramento hipocrático, la medicina era una profesión noble,
sustentada en un conocimiento complejo, obtenido tras largos años de estudio y
dedicación e inaccesible a los legos; puesto que el fin último del médico es
hacer el bien y no hacer el mal,
la sociedad le otorga un privilegio del que carecen el resto de profesiones y
oficios: una enorme autonomía , delegando a la propia profesión el juicio sobre
la calidad del propio trabajo. Durante años esos fundamentos fueron
incuestionables. Hasta que empezaron a conocerse ( casi siempre desde la propia
profesión) algunas de las derivas que producía tanta autonomía: variaciones
completamente incomprensibles de la práctica clínica, daños considerables como
consecuencia de errores, sobreuso y mala práctica ( convirtiéndose el propio sistema sanitario en la tercera causa de muerte),
comportamientos delictivos de algunos miembros de la profesión, y un incremento
continuado e limitado de los costes derivados de las decisiones clínicas.
Siguiendo al imprescindible trabajo de Jain y Cassell ,también en JAMA ,utilizando la
taxonomía de Julian Legrand ( y que categoriza al comportamiento social en propio de
caballeros, rufianes o títeres), entre los que en su día fueron “caballeros”
comenzaban a proliferar “rufianes”
de baja estofa. Su descubrimiento no generó en la profesión intervenciones
enérgicas y contundentes de “aislar” o “ eliminar” las manzanas podridas. Más
bien al contrario, suele ser habitual que ante los numerosos rufianes que
existen en nuestros sistemas sanitarios ( los que nunca estudian, los que
llegan tarde y se van pronto, los que maltratan a pacientes y hacen trampas con
sus registros) cunda la ley del silencio: “hoy por ti mañana por mi” mientras
guiñamos un ojo cómplice. Sí, es cierto que son minoritarios, pero su
existencia pone en cuestión todo el principio de autonomía que la sociedad
otorga.
Las organizaciones respondieron a este descubrimiento de
comportamientos rufianescos de la forma más simplista: si hay manzanas
podridas, toda la profesión está bajo sospecha y lo que hay que hacer es
controlarles severamente. Así se entró en la Segunda Era según Berwick, los
tiempos en que vivimos ya desde hace varias décadas, basados en el mercado como
modelo, el escrutinio como táctica y los incentivos y las evaluaciones como
instrumentos. Hay que controlar cada parámetro de la actividad clínica si no
queremos que “los rufianes” salgan triunfantes. Entre los que no lo son, lejos
de buscar fórmulas de garantizar esa confianza social que un día recibieron ,
proliferó un tercer tipo de comportamiento, el “títere”, especie mayoritaria
hoy en todos los servicios sanitarios de este país; gente que ante cualquier
propuesta impuesta desde la autoridad sanitaria correspondiente la aceptan dócilmente, aunque por lo bajo protesten y
hasta se indignen. Esta actitud retroalimenta el círculo claramente vicioso de
facilitar a los responsables de los servicios sanitarios la aplicación de
nuevas medidas de control ( cada vez más absurdas e inútiles) , mientras que
crece la desmotivación y desvinculación de los que un día fueron caballeros,
abriendo las puertas a rufianes y títeres.
Los profesionales sanitarios han pasado de no permitir
ninguna injerencia en su autonomía ( aunque ésta llevara a causar graves daños
al paciente), a aceptar sumisamente como esclavos cualquier orden que venga de
arriba, basado en el discutible argumento de que el partido que gana las
elecciones tiene legitimidad para hacer lo que quiera , como quiera y donde
quiera, durante los años que dure su mandato. Para que en el momento en que se
produzca la alternancia ( si es que se produce) se acepte con la misma
resignación bovina las nuevas normas que traiga el nuevo equipo.
Tanto la autonomía profesional de la Primera Era como la jerarquía administrativa de la Segunda requieren vigilancia,
revisión y valoración crítica. Ninguna de ellas por sí sola parece capaz de dar
respuesta a las demandas que tienen hoy planteadas los servicios sanitarios.
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